domingo, 9 de septiembre de 2018

LOS/AS BOLUDOS/AS DEL GOBIERNO SOCIATA-PODEMITA QUIEREN PROHIBIR EL SEXO,PROHIBAN COMER QUE HAY GENTE MUY GORDA PAJEROS/AS

Deseo, sexo, poder y dinero: las trabajadoras del sexo reclaman una voz propia

Como afirma Silvia Federici ninguna mujer debería preguntar a otra qué dominación prefiere ni ninguna feminista debería decir a otra cómo debe usar su cuerpo
MONTSERRAT GALCERÁN

J.R.MORA
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La aparición del sindicato OTRAS, protagonizado por trabajadoras del sexo, ha roto un cierto statu quo sobre el tema de la prostitución. Ciertamente los feminismos no tienen una postura unívoca: hay corrientes feministas que defienden el denominado “abolicionismo” que persigue eliminar (abolir) las prácticas sexuales remuneradas económicamente (prostitución); otras defienden una regulación más o menos estricta. Por su parte, las trabajadoras del sexo, feministas o no, insisten en que el trabajo sexual es un trabajo y exigen poder desempeñarlo “con derechos”. Algunas de ellas son las impulsoras de este sindicato.
A primera vista el abolicionismo parece la opción más “obvia”: la prostitución atenta contra el honor de las mujeres, cosifica nuestro cuerpo, nos priva de libertad sexual y va ligada en muchos casos a delitos graves como son actuaciones mafiosas, tráfico de mujeres y niñas y otras barbaridades. Pero a pesar del dramatismo de su retórica, esta postura no toma en consideración las voces de las mujeres que trabajan en este campo ni es capaz de distinguir entre formas realmente delictivas y otras que no lo son. Hetaira y otras asociaciones han hecho una encomiable labor desde hace años para desbrozar un tema tan complejo, mostrando la necesidad de diferenciar entre trabajo sexual y trata de mujeres y apelando a la intervención de las propias trabajadoras sexuales contra las mafias que operan en ella.
Sin embargo, y a pesar de su importancia, este artículo no se va a centrar en la polémica entre unas corrientes y otras en el seno del movimiento feminista sino en la iniciativa presentada por trabajadoras del sexo que pretenden sindicarse y en por qué no se debería impedir.
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Los artículos y opiniones que se han expresado hasta el momento por parte de quienes se oponen al sindicato giran en torno a que no se trata de un trabajo y de que es una actividad alegal cuando no ilegal. Respecto al primer punto entiendo que en la frase “trabajadoras del sexo”, sexo aparece como un sector de actividad; engloba a actividades de diverso tipo que se incluyen en la “industria del sexo”. Como las impulsoras del sindicato ponen de relieve, se trata de un sector reconocido por su aportación al PIB, cuyos empresarios gozan de cobertura legal –tienen sus propias patronales–. El que la tengan los empresarios y no las trabajadoras resulta lesivo para éstas pues se ven desprotegidas frente a cualquier abuso. El sindicato parece una herramienta importante para revertir esta situación, y no legalizará al sector más de lo que ya lo hacen las medidas mencionadas. Si desde el feminismo nuestro objetivo es ayudar a las mujeres a comportarnos como sujetos activos, a empoderarnos y a tomar las riendas de nuestra vida, no se entiende que haya feministas que propugnen su prohibición. ¿Qué extraños temores evoca en nosotras la mención del trabajo sexual?, ¿acaso no somos capaces de sustraernos a la moralina que recubre la sexualidad en nuestra sociedad?
Según la doctrina judicial la línea divisoria en este campo entre lo que se puede considerar trabajo y lo que no lo es, es la existencia de trato carnal, cuando lo realmente decisivo debería ser la voluntad de la persona, en este caso de la mujer, para permitir un acceso a su cuerpo en determinadas condiciones.
Algunos filósofos clásicos que trataron de las relaciones sexuales, no muchos ni muy prolijamente, las llamaban “comercio carnal”. Ese comercio consistía en la cesión que una persona hace a otra de su cuerpo con el objetivo de obtener placer de modo recíproco. La posibilidad de que una de las partes sustituya su objetivo de obtener placer por cualquier otra cosa, incluida una compensación económica, queda abierta por la propia relación. En este punto interviene el patriarcado intentando que el acceso al cuerpo de la mujer no se vea limitado por la voluntad de esta sino que dependa únicamente del deseo y la potestad de la parte masculina. A cambio de obtener lo que desea esta parte está dispuesta, en ocasiones, a ofrecer algún tipo de compensación, económica o de otro tipo.
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A esta pretensión no se ha opuesto históricamente un discurso basado en la voluntad y el empoderamiento de las mujeres, sino el complejo relato del amor romántico. El amor es la coartada que las mujeres tenemos para ceder nuestros cuerpos, con placer o sin él, a los deseos masculinos. No se trata con ello de desdeñar el amor y su fuerza transformadora, sino de poner de relieve cómo el discurso del amor romántico recubre las prácticas sexuales e impide tratarlas en su realidad material. Aumenta el desdén hacia el intercambio de sexo por dinero. Lo que está bien visto si se hace por amor, está mal visto si se hace por dinero. No estamos muy lejos de un sesgo de clase en el tratamiento de las prácticas sexuales.
¿Dónde quedan entonces las trabajadoras del sexo?
La pretensión de crear un sindicato que las defienda, que defienda sus intereses y que las proteja frente a los abusos, que tematice y estudie los pormenores de dicho trabajo y sus diversas modalidades no puede ser perjudicial para ellas. No parece que vaya a producir un efecto negativo. En el peor de los casos introducirá en el sector la dinámica sindical con todas sus ambivalencias.  
En la distopía de M. Atwood, El cuento de la criada, la reducción de la relación sexual al mero objeto de la reproducción afecta no sólo a la mujer sino también al varón; éste se ve reducido a su rol de inseminador. Le resulta invivible e intenta por todos los medios revestir su actividad con los aditamentos del deseo y la seducción que han sido proscritos por un poder despótico. La narración refleja la violencia de esta reducción y el papel constitutivo del deseo y la comunicación en las relaciones interhumanas, entre ellas, las sexuales. Pone de relieve la violencia de unas prácticas sexuales desprovistas de todo ello con lo que ilumina uno de los puntos fuertes de la dominación (hetero)patriarcal: el uso del cuerpo de la mujer como mero instrumento para el placer masculino. Cuando el placer desaparece para ambas partes y sólo interviene el objetivo de la procreación, la violencia se incrementa. El relato es una muestra de que aunque sepamos que el deseo puede pervertirse, prohibirlo aumenta la violencia, no la disminuye.
Así pues, el revuelo provocado por esta iniciativa no se debe, en último término, a su inconveniencia; se debe a que afecta directamente a todos los tabúes que rodean las prácticas sexuales y a la hipocresía de una sociedad que no se atreve a mirarlas directamente. La “revolución sexual” del 68 no logró romper su corsé social de clase media. El feminismo de la emancipación debería recordarlo pues las trabajadoras sexuales no son nuestras enemigas ni ponen en cuestión a las mujeres; son trabajadoras que en este trabajo perciben retribuciones más altas de las que se obtienen en trabajos alternativos como la limpieza y los trabajos de cuidados.
Como afirma Silvia Federici ninguna mujer debería preguntar a otra qué dominación prefiere ni ninguna feminista debería decir a otra cómo debe usar su cuerpo. Dignificar la profesión de las trabajadoras sexuales y reconocer a las personas que la ejercen también forma parte del feminismo.
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Montserrat Galcerán