Carrillo, o el apellido de la revolución sanitaria
Nada es casual. Que Ramón Carrillo haya nacido en Santiago del Estero, de seguro tiene relación directa con su percepción de las cosas y con la construcción de sus ideas. Que fue un alumno brillante en la Facultad de Medicina de Buenos Aires lo explican datos simples, como que egresó a los 22 con Medalla de Honor. O que fue becado para perfeccionarse en Europa junto a Cornelius Ariens Kappers, uno de los más destacados neurocirujanos de su tiempo.
Sin dudas, Carrillo bien pudo recorrer otros caminos, como neurólogo o como investigador de elite. Pudo “hacer carrera”, si por eso se entiende dotarse de esa clase de prestigio profesional que se obtiene al margen de las condiciones concretas en las que se desenvuelve un país. Pero decidió tomar otros caminos y se sumó a las corrientes del pensamiento nacional que entonces encarnaban los radicales de Forja. “Sólo sirven las conquistas científicas sobre la salud si éstas son accesibles al pueblo”, solía citar a modo de manifiesto.
¿Un Ministerio de Salud?
Fue entonces, en el contexto de la Década Infame, cuando comenzó a desarrollar sus tareas innovadoras en el Hospicio de las Mercedes y en el Hospital de Alienadas, como se llamaban los actuales hospitales psiquiátricos Borda y Moyano de Buenos Aires. Por esa época, Ramón Carrillo ya se había consolidado como un prestigioso neurocirujano y formaba parte de diversas sociedades científicas nacionales y del exterior. Había ganado el Premio Nacional de Ciencias de 1937 (por su trabajo Yodoventriculografía) y era autor de varias obras especializadas en anatomía patológica, anatomía comparada y clínica neurológica.
Pero siempre hay un punto de “bifurcación”, un momento a partir del cual los caminos personales se tornan definitivos. Y Carrillo llegó a él en 1939, cuando se hizo cargo del Servicio de Neurología del Hospital Militar. Allí, con la información clínica de los soldados conscriptos de todo el país en sus manos, al joven médico le quedó grabada la magnitud del desastre sanitario nacional. Carrillo eligió abandonar la neurología y la investigación para dedicarse -sin más vueltas- al desarrollo de la medicina social.
Por esos años también conoció al coronel Perón, quien más tarde -en el año 1946- lo convertiría en el primer ministro de Salud de la historia argentina. Sí, sí, leyó bien. El primero. Es que así era la cosa por aquellos tiempos. A no ser por un humildísimo Departamento Nacional de Higiene, en el organigrama de los gobiernos argentinos podía haber lugar para ministerios y secretarías de Ganadería, de Agricultura o de Educación, pero no de Salud.
De alguna manera, no era de extrañar. Entonces, la medicina era considerada como una profesión privada orientada sólo a restaurar la salud de enfermos individuales. Los sanatorios privados atendían a los pudientes y un puñado de hospitales provinciales, municipales y religiosos se ocupaba de los grupos marginales. En pocas palabras, la cuestión sanitaria nacional estaba bien afuera de la cabeza de los decisores políticos.
Ramón Carrillo se convirtió así en el estratega de un área de gestión pública novísima. Más que eso, en un médico dispuesto a revolucionar la concepción y la organización de los servicios de salud.
Organizar y hacer
El primer paso de Carrillo fue realizar un estudio integral de los problemas sanitarios de la Argentina. El diagnóstico previo señalaba, por ejemplo, que el país contaba con el 45% de las camas necesarias. Y esto a modo de promedio, porque había regiones enteras de las provincias más postergadas con “cero” camas cada mil habitantes. Así, siempre con datos a la vista, se originó el Plan Analítico de la Salud Pública. Un diagnóstico sobre el que, en sus 4.000 páginas, se iban a organizar todas y cada una de las acciones de la recién estrenada Secretaría de Salud Pública.
Como resultado de la acción metódica, en unos pocos años, el sistema sanitario duplicó el número de camas existentes, erradicó enfermedades endémicas, como el paludismo, e hizo desaparecer la sífilis, el tifus y la brucelosis. Con todo ese esfuerzo organizado, la mortalidad infantil promedio, por ejemplo, se redujo drásticamente del 90 al 56 por mil.
La estrategia sanitaria se basaba en dos principios muy sencillos: centralización normativa y descentralización ejecutiva. Es decir, en unificar pautas y criterios de alcance general, para luego delegar las decisiones operativas en cada uno de los Hospitales y Centros de Salud. Ambos niveles de atención se convirtieron en un tándem que cambió todo de raíz. Si el Centro de Salud era concebido como “un conjunto de consultorios con servicio social, visitadoras sanitarias y bioestadística, para captación de enfermos, reconocimiento de sanos y tratamientos ambulatorios”, cada “Ciudad Hospitalaria” -así se denominaban los nuevos hospitales generales- funcionaría con mayores niveles de especialización y complejidad, pero siempre en correlación con uno o más de estos centros sanitarios.
Antes de que finalizara 1948, ya se habían inaugurado los primeros 50 Centros de Salud. Y desde ellos, por primera vez, cobró impulso un nivel específico para la ejercer el mejor costado de la medicina: la prevención.
Ladrillos y equipos
Todo esto no fue sólo el resultado de la disposición de recursos materiales. Más bien fue un desarrollo conceptual acerca del rol de la medicina dentro de la política social del Estado, que supo priorizar la acción preventiva y regionalizar la atención.
En el fondo, lo que primaba en Carrillo era una meridiana claridad política en sus objetivos. “Los problemas de la medicina como rama del Estado, no pueden resolverse si la política sanitaria no está respaldada por una política social. Del mismo modo que no puede haber una política social sin una economía organizada en beneficio de la mayoría”, dejó por escrito.
Las obras edilicias fueron enormes. Carrillo se encontró con la necesidad de planificar la construcción de hospitales, institutos, sanatorios para crónicos, centros de salud, hogares para niños y ancianos y hogares escuela. Por esa razón, se decidió por un único estilo arquitectónico y prototipos de construcciones estándar para cada nivel de capacidad y complejidad. A ello se sumó la necesidad de aceitar una estructura administrativa que debía estudiar el equipamiento necesario en cada caso -y licitarlo-, así como controlar la marcha de los trabajos, emitir los certificados de obra y pagarlos.
Los trabajos ejecutados por intermedio del Ministerio de Obras Públicas, por el propio Ministerio de Salud (se creó una subsecretaría específica con ese fin) y por la Fundación Eva Perón, dieron como saldo la creación de 4.229 establecimientos sanitarios con ¡130.180 nuevas camas! Nunca antes, ni después, la salud pública argentina recibió un impulso de tal magnitud.
En 1953 escribió Teoría del Hospital, un compendio doctrinario que resumía los principios sobre la conformación arquitectónica, técnica y administrativa del hospital moderno. Es decir, la propia experiencia desarrollada en ocho años de trabajos. Sin embargo, el propio Carrillo advirtió que “los hospitales no se organizaban a base de libros ni a conocimientos estrictamente técnico-médicos, sino principalmente a base del conocimiento de la problemática social de la población que el establecimiento va a servir, y de la política sanitaria que se trazan los gobiernos’.
Cuesta abajo
El camino que recorrió Carrillo no fue lineal ni exento de dificultades políticas. A pesar de su éxito fenomenal, llegó a ser cuestionado también desde los propios círculos cercanos al gobierno. Y al cabo, en 1954, ofreció su renuncia legando un trabajo formidable.
Tenía 50 años y se estaba sometiendo a un tratamiento en los Estados Unidos contra un mal que él mismo se había diagnosticado: “hipertensión arterial maligna con manifestaciones encefalopáticas”. En esa condición, mientras vivía con los bolsillos flacos en Nueva York, lo encontraron las jornadas de la llamada Revolución Libertadora. Bien pronto fue acusado de “enriquecimiento sin causa”, pese a la justificación de bienes que hiciera a través de su hermana. Sus dos únicas propiedades fueron interdictas y se le secuestró todo el mobiliario.
Fuera del país debió sostenerse con aportes que le enviaban sus amigos (Ver “Su última carta”), hasta que consiguió un empleo en una empresa minera estadounidense que operaba en Belem do Pará, en el norte de Brasil. El gobierno de facto argentino incluso presentó una protesta ante el brasileño -en la que se lo calificaba de “prófugo’ y “ladrón de nafta” - porque se le había prestado ayuda médica. Sus libros y cuadros en Buenos Aires fueron saqueados y de nada valieron los recursos y las aclaraciones interpuestas.
Las crónicas dicen que murió apenas unos pocos meses después -en diciembre de 1956- de un accidente cerebrovascular. ¿Pero quién podría descartar que su final desventurado fuera alentado por la amargura del golpe de estado, las acusaciones de corrupción y la soledad agobiante del exilio?
Más allá del asombro que impone “su” revolución sanitaria, un breve pensamiento suyo se sostiene en el siglo 21 con pasmosa vigencia: “Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son pobres causas”.
Campaña contra el paludismo
Ramón Carrillo organizó la campaña contra el paludismo sobre la base de disputar “casa por casa” el terreno que había invadido el mosquito Anopheles. El esfuerzo de campo fue dirigido por el doctor Carlos Alberto Alvarado y, en su momento, constituyó uno de los mayores emprendimientos sanitarios realizados en el mundo en relación a la superficie abarcada y a la cantidad de técnicos y equipos que se movilizaron. El resultado fue espectacular: de 300.000 casos nuevos que se dieron en 1946, se pasó a apenas 137, en 1950. Una campaña de esta envergadura, y sostenida durante años, hoy nos haría sonrojar frente a las respuestas ofrecidas ante otras enfermedades endémicas en la actualidad.
SU ÚLTIMA CARTA
Ramón Carrillo murió lejos, solo, pobre y derrotado. Su estado de ánimo quedó grabado en su última carta, dirigida a su amigo, Segundo Ponzio Godoy:
Belém do Pará, 6 de septiembre de 1956
Mi querido Ponzio:
Yo no sé cuánto tiempo más voy a vivir, posiblemente poco, salvo un milagro. También puedo quedar inutilizado y sólo vivir algo más. Ahora estoy con todas mis facultades mentales claras y lúcidas y quiero nombrarte el albacea de mi buen nombre y honor. Quiero que no dudes de mi honradez, pues puedes poner las manos en el fuego por mí. He vivido galgueando y si examinas mi declaración de bienes y mi presentación a la Comisión Investigadora, encontrarás la clave de muchas cosas. Vos mismo intuiste con certeza lo que pasaba en mí y me ofreciste unos pesos. Por pudor siempre oculté mis angustias económicas, pero nunca recurrí a ningún procedimiento ilícito, que estaba a mi alcance y no lo hice por congénita configuración moral y mental. Eran cosas que mi espíritu no podía superar.
Ahora vivo en la mayor pobreza, mayor de la que nadie puede imaginar, y sobrevivo gracias a la caridad de un amigo. Por orgullo no puedo exhibir mi miseria a nadie, ni a mi familia, pero sí a un hermano como vos, que quizás (conociéndome) puedas comprenderme.
No tengo la certeza de que algún día alcance a defenderme solo, pero en todo caso si yo desaparezco, queda mi obra y queda la verdad sobre el gigantesco esfuerzo donde dejé mi vida.
Esta obra debe ser reconocida y yo no puedo pasar a la historia como un malversador y ladrón de nafta. Mis ex colaboradores conocen la verdad y la severidad con que manejé las cosas dentro de un tremendo mundo de angustias e infamias. Ellos pueden ayudarte.
Mi capacidad de trabajo está muy reducida; vivo como médico rural en una aldea. Ahora de nuevo me quedé sin puesto, pues la Compañía donde actuaba levantó campamento. A mí, poco a poco, se me han cerrado las puertas y no pasa un día en que no reciba un golpe. Poco a poco mi organismo ha comenzado a desintegrarse definitivamente. He aceptado todo con la resignación que me es característica. No tengo odios y he juzgado y tratado a los hombres siempre por su lado bueno, buscando el rincón que en cada uno de nosotros alberga el soplo divino.
El tiempo y sólo el implacable tiempo, dirá si tuve razón o no al escribirte esta carta, ya que en el horizonte de mis afectos, no veo a nadie más capaz que vos de tomar esta tarea cuando llegue el momento, que llegará, cuando las pasiones encuentren su justo nivel.
Ramón
El documental “Ramón Carrillo, el médico del Pueblo” (2006), dirigido por Enrique Pavón Pereyra (h).
Mientras Carrillo moría en la más abyecta miseria,él que había hecho las mejores obras del gobierno de Perón,ignoraba que Perón era millonario................
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