El asesino interior: razones de atracción en casos criminales
Por Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.com
Ricardo Ragendorfer / Marcos Mayer / Vicente Battista.
¿Hay algo en común entre Emilio Eduardo Massera y Hannibal Lecter? ¿Entre el odontólogo Ricardo Barreda y los Doce Apóstoles? ¿Entre el crimen real y la narración que los medios hacen de él? Tres especialistas discuten semejanzas y diferencias entre los crímenes que atravesaron a la Argentina de las últimas décadas y arriesgan las razones de su alto impacto en el público.
Se puede hablar de la ex ESMA como un lugar cuyas historias podrían integrar la literatura policial? Porque para los medios, que convierten un caso menor en algo enorme, el mayor lugar de crímenes de la Argentina pasa inadvertido.
Marcos Mayer: –Claudio Uriarte, el autor de la biografía de Emilio Eduardo Massera, Almirante Cero, decía que precisamente Massera, por los hechos que sucedieron en la ex ESMA, había sido el gran serial killer argentino. Que no lo veamos desde ese ángulo da mucho para pensar… ¿Cómo separamos la crueldad de la política, encimadas en personajes como él, como Jorge el Tigre Acosta o Alfredo Astiz, en los que se cruzaron la crueldad y la política, la barbarie y la política?
Ricado Ragendorfer: –Recuerdo una vieja película, La noche de los generales, que dirigió Anatole Litvak, en la que trabajaban Peter O’Toole, Omar Sharif y Philippe Noiret, que trata sobre un general del ejército alemán durante la ocupación de Polonia, y después de Francia, que además de militar, a espaldas de sus tareas de genocidio, era un asesino serial. ¿Cómo se conjuga un asesino privado en un sistema basado en el exterminio? Hay un diálogo bastante aleccionador cuando el personaje de Omar Sharif, un oficial de la policía alemana para quien colabora Philippe Noiret, cuyo personaje también pertenecía a la Resistencia Francesa contra la ocupación de los alemanes, dice: “El asesino es un general”, y el otro le responde: “No me sorprende. El trabajo de los generales, por lo general, consiste en ser asesino…” Y el otro le argumenta: “Lo que en una escala general es tolerado y aceptado y hasta considerado como un acto heroico, en escala individual es repudiado como un acto execrable”.
Vicente Battista: –En el caso de la ex ESMA tenemos la escala general; pero sucede que, si bien concuerdo con que Massera fue un asesino serial, fue el culpable como autor intelectual, y por ende necesitaba necesariamente al autor físico, al que cometía el crimen… Y eso es lo que se daba en ese sitio. En los juicios posteriores quedó claro que los criminales eran tanto Jorge Rafael Videla, Massera y compañía, que seguramente nunca se acercaron siquiera a una mesa de tortura, pero que trabajaban con los torturadores… Allí encontramos algo muy especial: una estructura criminal diferente a la de aquellos criminales que trabajan individualmente.
M. M.: –Pero para que se armen las estructuras criminales tienen que existir criminales individuales. Uno no le puede imponer a alguien que no quiere torturar, que torture… La política no alcanza a explicar todo. Es una pregunta que la ficción se formula: ¿qué hace que un tipo que parecía bueno como la perra Lassie de repente degüelle a cinco personas?
R. R: –Pienso en el caso del descuartizador Jorge Eduardo Burgos, que sucedió en el verano de 1955. Burgos era un hombre de clase media, de 38 años, que vivía con los padres, quienes regenteaban una papelería. En la casa apareció una empleada doméstica de la cual este muchacho se enamoró; ella dejó el empleo en la casa y trabajó en otras, pero la relación entre ambos siguió. Hasta que por algún motivo de celos Burgos la mató y la descuartizó. El caso arrasó en audiencia para los medios de comunicación de la época, con novedades todos los días, como si fuera un folletín –igual al caso de Ángeles Rawson ahora– y con un aditamento político, dado el océano social que separaba a la víctima del victimario. Ese océano dividió al público: muchos simpatizaban con la víctima, que había sido asesinada por un tipo la explotó incluso socialmente, y otra gente la acusaba a ella de ser una arribista que se había aprovechado de este pobre muchacho… Se reproducía la antinomia que existía entonces sobre el peronismo. El impacto mediático del caso no declinó hasta casi medio año después, opacado por un crimen aún mayor: los bombardeos de 1955.
V. B.: –Recuerdo otro caso histórico, de 1914, el de Frank, Carlos Livingston, hijo de una familia tradicional establecida desde los tiempos de Rosas; era contador del Banco Hipotecario, socio del Jockey Club, propietario de algún caballo de carrera; estaba casado con Carmen Guillot, una uruguaya de otra familia tradicional, pariente de los Lafinur, su tía abuela era una Borges Lafinur, así que tenía algún contacto con los Borges… personajes casi aristocráticos. Una noche, cuando regresaba del Hipódromo, a Carlos Livingston, que tenía 46 años, lo mataron en su casa de 42 puñaladas. Su mujer, bastante menor que él, de 28 años y madre de cinco hijos, estaba libre de sospechas. Los asesinos dejaron las armas en la casa, que hoy están en el Museo de la Policía. Eran dos cuchillos, uno de ellos hecho a mano, cuyo mango despedía mucho olor a pescado. Y como había escamas en las heridas, no se tardó mucho en descubrir que quien lo mató tenía alguna relación con el pescado. Resultaron inmigrantes calabreses de veintitrés y veinticuatro años, a quienes la mujer de Livingston les había pagado para que lo mataran porque la trataba terriblemente mal. El crimen se resolvió en una semana: los dos partícipes que no mataron recibieron quince años de cárcel, uno, y el otro, cadena perpetua, y los dos asesinos, la pena de muerte. Resultaron los últimos ejecutados en la cárcel de Las Heras por un juicio penal.
–Marcos, vos escribiste historias de crímenes en la revista Pistas. ¿Creés que a la mayoría de los lectores nos produce fascinación?
M. M.: –Creo que uno se enfrenta a lo peor que tenemos, o no sabemos si es lo mejor o lo peor, las broncas que sentimos, el modo en que nos afectan los conflictos.
R. R.: –¿Por dónde pasa el interés del público por el género? Es la pregunta del millón. Habría que responderla para resolver el gran crimen de los medios: el gran crimen de la comunicación.
–El gran crimen de la comunicación, porque si mostrásemos a esos cuatro jóvenes calabreses tal como lo hacen los canales de televisión hoy, en realidad se estimula esa zona extraña que no sabemos si es lo mejor o lo peor.
R. R.: –Si dividimos el género policial del periodismo en dos vertientes, la de la inseguridad y la de los asesinatos privados, encontramos que precisamente en esa diferencia reside la clave del asunto. La primera vertiente, el miedo a la violencia urbana, hace que la inseguridad venda porque el miedo es una mercancía apreciada en el mercado. En cambio, los asesinatos cometidos por personas que no pertenecen ni al crimen organizado ni al delito es la clave, porque se habla mucho de crímenes de género, de los asesinatos intrafamiliares e intravecinales –en breve, de personas que se conocen– pero se omite lo más obvio: que los homicidas no sólo no pertenecen al mundo del delito sino que integran lo que se podría llamar la parte sana de la población. Es decir, que uno de nosotros puede asesinar.
–Causa un encantamiento casi: es más fácil dejar por la mitad un partido de fútbol en televisión que una noticia del cronista de policiales que carece de la magia de Messi o Riquelme pero da detalles…
R. R.: –La pregunta subyacente al espíritu público ante estas noticias es: “¿Podría haber sido yo el protagonista?”.
V. B.: –Exacto. Y no es menor lo que calificás como “el gran crimen de la comunicación”. En este momento recibimos tal cantidad de información que la parte creativa de cada uno elabora su propia historia… Cuando se comete un crimen, y no se cuenta con muchos elementos probados, como resulta muy elocuente en el caso de Ángeles, cada cronista crea su propia historia, ahora que todo se conoce públicamente. Antes no era así: el crimen de Livingston se conoce de otro modo, y yo me basé en los diarios de la época –que no decían mucho más que “En la madrugada, ataque a puñaladas al señor Carlos Livingston”– para escribir un cuento, “Caminaré en tu sangre”, para una antología sobre crímenes reales. Pero la información era escasa.
R. R.: –Además, se debió recorrer un largo camino para que estas noticias salieran en los diarios como La Nación.
V. B.: –Natalio Botana, en Crítica, inauguró el crimen en primera plana.
R. R.: –Antes de eso los diarios omitían las noticias policiales. Por lo general, en los barrios se imprimían crónicas policiales que se vendían en hojas sueltas; en los primeros tiempos, el relato se hacía con forma de copla… A comienzos de siglo hubo un crimen, de un inmigrante alemán, Augusto Conrado Schneider, asesinado, descuartizado y arrojado a los lagos de Palermo por su compatriota Miguel Ernst, y la noticia circulaba con la música de La verbena de la Paloma: “A dónde vas con ese bulto apurado,/ al lago lo voy a tirar, /es el cuerpo de Augusto Conrado /al que acabo de descuartizar”.
–Al escuchar eso vuelvo a lo que decía Marcos: la narración del crimen, ¿pone en evidencia la peor o la mejor parte del ser humano?
M. M: –El portero Mangeri, detenido por el crimen de Ángeles, no le importa a nadie porque es una figurita gris. En cambio, el odontólogo Ricardo Barreda generó fascinación, se convirtió en una especie de asesino de culto… Como cuando en la ficción surgió el personaje del doctor Hannibal Lecter… Hay figuras oscuras, y el portero de Ángeles no lo es.
V. B.: –Es interesante lo que señalás, porque Barreda mató a sus dos hijas, a su mujer y a la suegra…
–Y así como el crimen de Schneider se contaba en verso y con música, a partir del caso Barreda surgió una infinidad de chistes machistas.
V. B.: –Hay códigos en la prisión según los cuales quien mata a una mujer merece maltrato, porque el preso piensa que esa mujer pudo haber sido su madre o su hermana. Pero contra esos valores, Barreda fue muy bien tratado en la cárcel, respetado por los otros presos. Y fuera de la cárcel su nombre creció. Hoy no creo que haya un solo ser humano, salvo sus abogados, que defienda a Mangeri.
M. M.: –Carece de épica.
R. R.: –Generalmente hay un móvil, un lugar donde se cometió el hecho y lo que suele faltar es el asesino, que está prófugo o no se sabe quién es… Acá se tiene al asesino pero alrededor hay un desierto fáctico: no existe móvil, no existe lugar, no existe lenguaje… son todas especulaciones. Y en base a esas especulaciones se construyó un relato que hace casi dos meses permanece en los medios.
–¿Hay una relación entre esta fascinación y el hecho de que la principal preocupación de todos los electores en la Argentina sea la inseguridad?
M. M.: –Me parece que los pibes que se roban las zapatillas, o aun los que generan inseguridades mayores, no tienen historia para los medios: los medios no los consideran sujetos dignos de una biografía, sino una especie de ejército de ropa deportiva y capucha. Es preocupante que se los relate como una masa mientras Barreda o Mangeri tienen su biografía, que puede ser infame si se quiere, pero les otorga individualidad.
–César González hizo su película Diagnóstico Esperanza en su barrio, la villa Carlos Gardel, con sus amigos y familiares como actores, y cuando los pibes actores asaltan a un tipo de clase media, le pegan: no lo cuentan como una historia de pobres chicos sino que asumen una identidad con toda la violencia del caso. ¿Es ésa una manera de asumir una biografía?
R. R.: –Sí, desde luego. Es muy interesante y tiene puntos en común con el relato desencarnado de Luis Buñuel en Los olvidados. Borges decía que en la historia de la humanidad no hay más que tres o cuatro metáforas, y esta es una de ellas… Por supuesto, el hallazgo de este tipo de relatos, como el de Diagnóstico Esperanza, o el libro de Cristian Alarcón Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, que gira en torno del Frente Vital, un pibe chorro que mataron y se convirtió en una especie de santo villero, consiste en no escamotear la carga de violencia de los protagonistas.
–Tanto en el caso del Frente Vital como en la ficción que cuenta la película de César González, la policía aparece como un elemento determinante.
R. R.: –Determinante, sin dudas. Si bien la conciencia colectiva sabe que la policía participa en todos los delitos que consigna el Código Penal (por denuncias concretas en las que hasta intervino un ministro de Seguridad bonaerense, se sabe que ciertos sectores policiales reclutan a menores como mano de obra esclava) cuando esos sectores marginados actúan y salen en los diarios, pese a que espíritu público conoce el rol gerencial de la policía en estos casos, ¿qué hace? Reclama mayor presencia policial.
V. B.: –Los códigos han cambiado. Hace un par de años uno de mis yernos sufrió un secuestro y lo llevaron a una villa. Los secuestradores le explicaron por qué cometían ese secuestro, casi como justificándose; también le preguntaban qué le gustaba de música… En un momento dado viene otra banda y le avisan: “Te vamos a proteger porque estos son peores”. ¡Venían a secuestrar al secuestrado! “Y si llega la policía es peor, porque entra matando”, agregaron. Él no sabía qué hacer, se sentía en una experiencia muy surrealista. La inseguridad es un retintín, porque este caso existió pero yo no veo que aquí se viva como en otros países de América latina. La inseguridad es un tema político con el que se tapan otras cosas.
–Pero cuando uno escucha que alguien sale a las 5 de la mañana de su casa para trabajar, se toma un colectivo para llegar a la estación de tren y allí otro colectivo, y dos por tres le roban el celular...
R. R.: –Cuando hablamos de inseguridad en realidad nos referimos a la violencia urbana.
La inseguridad en sí como reclamo –y esto lo plantea muy bien el sociólogo francés Loïc Wacquant– es el espacio donde los bordes sociológicos se tocan: un trabajador a quien le roban el sueldo y las zapatillas cuando entra a la villa en la cual vive se ve más afectado por la violencia urbana que un tipo de La Reja a quien le roban el Mercedes Benz, porque el Mercedes Benz del señor tiene seguro y las zapatillas no. Los reclamos de más seguridad y mano dura provienen indistintamente de sectores privilegiados, de sectores pudientes y de sectores carenciados; éstos últimos, en definitiva, reclaman una especie de orden ciego e inmediato porque como no le pueden pedir seguridad social al Estado, terminan por pedir seguridad a secas.
–Marcos, en Artistas y criminales has contado crímenes en familia, afectivos, por locura, pero no los de la inseguridad. Pero si un villero le roba a otro villero, ¿no es un crimen de vecindad, en familia de algún modo?
M. M.: –Seguramente. Pero los periodistas tenemos ese déficit: todavía no hemos podido narrarlos así. Uno podría argüir: “Hay razones de tipo social”, pero ya se ha dicho hasta el cansancio. En el momento que alguien roba zapatillas o se abalanza sobre una chica para sacarle la cartera, hay una elección individual. Les hemos quitado ese poder de decisión a los protagonistas de la llamada inseguridad. No es la necesidad, el discurso de los ’90 sobre la inseguridad que nacía del desempleo… no es automático.
V. B.: –Pero en Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, el que roba la bicicleta lo hace porque ya no puede más… Es cierto que hay gente que se quedó sin trabajo y no fue a robar, pero nosotros cuestionamos al chico que roba la bicicleta y admiramos a ese señor que entró a un banco y vació las cajas de seguridad.
–Los ladrones de banco son taquilleros, inspiran películas…
V. B.: –Recuerdo el robo al ex Banco Río en San Isidro, que se vino abajo por la mala atención de un ladrón a su pareja: el hombre que se fue con una mujer más joven. Un tipo capaz de hacer semejante robo, ¿cómo pudo haber caído en semejante error?
R. R.: –Ese tipo de planes en realidad son un desafío denodado contra el azar, y si el azar se impone sobre el plan, como en este caso, en que todo se terminó derrumbando por una mujer despechada, es un triunfo de la estupidez sobre el plan.
V. B.: –¿Recuerdan aquel robo famoso de los lingotes de oro en Ezeiza?
–El de Saúl Lipsitz, que tenía una amante inglesa, Nelly Herrera Thompson.
V. B.: –La conoció en el casino, en efecto era su amante, pero la inteligencia de él para hacer ese robo en 1961 fue superlativa. Consiguió una camioneta y le pusieron la marca de Panam, y alquilaron un galpón en el Conurbano y la noche previa al robo hicieron un gran asado para todos los vecinos; pero a las cuatro de la mañana se pusieron las ropas de Panam, cargaron el oro y lo depositaron en ese galpón. Sabían que si entraban a la ciudad de Buenos Aires todo estaría copado por la policía, entonces dejaron la carga guardada ahí. Nadie iba a sospechar que los que hicieron el asado iban a ser ladrones media hora más tarde.
–Saúl Lipsitz era un personaje: vivía en Villa Crespo, era de los fundadores del IFT, era de izquierda… y enfrente tenía nada menos que al comisario Evaristo Meneses.
V. B.: –Lipsitz le dijo a sus secuaces que no gastaran un centavo hasta un año después.
R. R.: –Pero Meneses lo descubrió porque uno de la banda, pariente de Lipsitz, compró una laminadora. Y otro integrante de la banda, un pistolero de fuste que murió en 1995 fugando de un asalto cometido en el sur del país, tenía ya 73 años e inspiró un gran titular de Crónica: “Cayó el pistolero de la tercera edad”.
M. M.: –A veces el título es todo. Yo escribí una nota espantosa en Pistas sobre la muerte de Giorgio Armani y el título me salvó: “Lo cosieron a balazos”.
R. R.: –Había cosas maravillosas en esa revista. Juan Jacobo Bajarlía hacía literatura. Recuerdo un texto sobre un asesino serial francés durante la ocupación alemana que mataba soldados alemanes, los evisceraba y hacía chacinados que… ¡vendía a las tropas alemanas!
–Hablando de carne humana, otro tema de tu interés, Ricardo, es el de los Doce Apóstoles de Sierra Chica…
R. R.: –Y hablando de títulos, sobre ese tema me censuraron en Gente porque quise poner “El noble repulgue”.
–La cárcel de Sierra Chica, y realmente es un lugar lúgubre. Me impresiona que hayan terminado jugando al fútbol con la cabeza de los guardiacárceles.
R. R.: –Los Doce Apóstoles, paradójicamente, son tipos que se hicieron pesados en las cárceles. Afuera eran ladrones y pistoleros de poca monta; se llaman cachivaches porque convierten la cárcel en su hogar y aunque hay montones de ellos en general son presos solitarios, parias. Estos, además de esa patología, padecieron de otra: hacerse fuertes ahí.
La violencia fue el modo más práctico de matar el tiempo: no es un medio para conservar el poder sino directamente un fin.
–Para cerrar, me gustaría reflexionar sobre lo que nos devuelve la pantalla, una parte de nosotros mismos, como decía Marcos: lo peor y lo mejor que pueden convivir, porque a veces la violencia es para romper un orden injusto y otras veces para matar al vecino.
M. M.: –Yo desconfío de algunas palabras. Violencia, por ejemplo. No es lo mismo la violencia de Massera, que la de un piquete, que la de Barreda. A veces englobamos cosas muy distintas. Debemos desconfiar de las palabras que no nos dejan entender. No se mata de la misma manera: los serial killers llevan el modo de matar a escala industrial, pero Mangeri o Barreda matan una sola vez. Entonces, cuando decimos “violencia”, ¿de qué hablamos? Barreda no cabe en la misma categoría que Massera.
R. R.: –El otro día compré una revista 7 Días de 1978 y, más allá de la exaltación del Mundial, ese clima homicida, de miedo, opresivo, se veía hasta en las publicidades. Habría que preguntarse no cómo pensaban los genocidas sino cómo pensaba la gente en el genocidio.
V. B.: –Debemos distinguir entre el asesino serial, un enfermo al que pondremos en un psiquiátrico o en la cárcel, y los que no eran ni seriales ni enfermos sino seres miserables que cometieron crímenes de lesa humanidad por razones que nada tenían que ver con la pobreza o con la desigualdad social, sino con una pura razón destructiva que se puede leer en Adolf Hitler o en Benito Mussolini, también.
11/08/13 Miradas al Sur
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