Un grupo de artesanos de un poblado a las afueras de Lima se dedica a coser vulvas que se utilizan como herramientas de educación sexual y que son el germen de un empoderamiento de la mujer en la región y en otras partes del mundo.
Se oye el sonido de una máquina de coser en una de las casas de Manchay, en las afueras de Lima, en Perú. Y hemos puesto casa en cursiva no por un error, sino porque cuesta denominar como tal a esta humilde morada situada en este asentamiento urbano que no sale en las guías de viaje. El único momento de gloria de los habitantes de estos cerros en los que se apiñan construcciones variopintas, unas de madera, otras de uralita, tuvo lugar cuando se rodó allí la película La teta asustada, galardonada con el oso de oro en el festival de Cine de Berlín de 2009.
Después, Manchay dejó atrás el ambiente festivo de saberse escenario de un film y este secarral polvoriento volvió a su rutina: tráfico de camiones, un sol justiciero, niños que van a la escuela (algunas incluso con internet)… La civilización, poco a poco, va llegando y en la actualidad, algunos de los cerros cuentan con agua corriente y luz eléctrica. Bendito desarrollo…
Pero volvamos a la máquina de coser. Dionisio Ramos cuenta con dos herramientas básicas para su trabajo, la máquina de coser y un móvil con el que toma nota de los pedidos que le llegan. Aunque habría que decir que las verdaderas herramientas de este hombre, que en el pasado fue sastre, son sus manos. Dionisio es el cabeza de familia de un clan formado por otros dos miembros, su mujer y su hija. En Manchay hay asociaciones de mujeres tejedoras, aunque lo que Dionisio cose no son faldas o jerseys al uso. De hecho, los artículos en los que se afana le han costado muchas bromas, incluso él mismo los rechazaba al principio. Decía: «Yo no quiero hacer más esta cochinada». Y cochinada, era el apelativo con el que denominaba a las vulvas que su familia se dedica a coser. Han leído bien: vulvas, y no vayan a creer que los Ramos tienen en Manchay un laboratorio clandestino de cirugía genital. En absoluto. Lo suyo es coser, con todo arte y colorido, las llamadas Vulvas Dolls, una especie de marioneta, de títere, que reproduce, a la perfección, el órgano genital femenino. Moradas, otras de tejidos andinos, rosas para las niñas que acaban de tener su primera menstruación, de seda y terciopelo, con una pequeña rosa representando la uretra y un delicado botón haciendo de clítoris…. ¡Quién le hubiera dicho a Dionisio que sus manos iban a acariciar tantos y tan delicados órganos femeninos!
La historia de las vulvas títere, que se vienen utilizando como instrumento de educación sexual, una forma como cualquier otra de enseñar a las mujeres cómo son sus genitales, se inicia a finales de los ochenta con la educadora sexual norteamericana Dorrie Lane. Ella diseñó la primera y empezó a utilizarla con sus propios hijos, un chico y una chica: hasta ese momento se había servido de libros y documentales, pero el intercambio con sus chicos fue mayor y las conversaciones fueron más espontáneas cuando tuvieron la vulva de por medio. Después, empezaría a usarla en sus cursos y la aceptación fue tal que sus colegas empezaron a reclamarle otras. Lane se dedicaba a confeccionarlas manualmente hasta que las cantidades solicitadas se le empezaron a ir de las manos y entonces entró en contacto con la gente de Manchay, en Perú. Por aquel entonces pululaban por el poblado unas chicas con tintes feministas, que fueron las encargadas de poner en marcha los talleres para diseñar las vulvas. Eso fue en 2005: «Reclutamos a las interesadas en formarse y montamos los talleres, financiados inicialmente con microcréditos de diez mil soles, unos dos mil quinientos euros», comenta Elizabeth Cabrel, una de aquellas chicas feministas que hoy sigue llevando el proyecto adelante a través de www.vulvalucion.org/.
Primero, confeccionaban únicamente vulvas. A partir de 2007, diversificaron la producción hacia otros artículos, como joyas de plata en las que reproducen la vulva en anillos, pendientes, colgantes… Así, la visibilización era aún mayor. «Los artesanos reciben un justo pago por su trabajo, es comercio justo y con él mantienen a sus familias», comenta Cabrel. Estas familias han podido salir a flote gracias a las vulvas pero aún así, muchas de las mujeres del poblado se resisten a hacerlo: el sexo es tabú en muchos países de Latinoamérica, y si hablamos en femenino, más aún.
«Los Ramos enseñan a coser a sus vecinos, les enseñan a hacer el llenado de la vulva, el cosido, pueden estar dando trabajo a unas cinco mujeres», dice Cabrel. Las vulvas peruanas salen con destino Europa, Australia, Japón… Psicólogos y sexólogos, que las utilizan en sus consultas, son sus principales compradores.
Dionisio se afana sobre el próximo diseño: recorta las telas, hace los moldes, el remallado, que es la costura de seguridad inicial necesaria para que la delicada tela no se deshilache. El relleno (las telas utilizadas vienen de Perú) se hace con napa de silicona, una fibra muy fina. Aproximadamente —dedica una hora y media a cada una y en total— habrá fabricado unas dos mil.
Algunas de las parejas artesanas se han mudado a otros países, donde a buen seguro siguen transmitiendo su saber hacer, y el proyecto ha encontrado hueco en otras latitudes, como por ejemplo, en Australia, donde Laura Doe Harris ha fundado el proyecto www.yoni.com, a través del cual también comercializa sus propias vulvas. «Hay muchas mujeres vulvalucionando el mundo, nosotras en Perú no somos más que un granito de arena», explica Cabrel.
Y es que estas vulvas no son solamente una herramienta de educación sexual, sino una forma de tomar conciencia del cuerpo y de empoderar a las féminas, algo más que necesario en según qué países. «Muchas nunca se han mirado la vulva, no te puedes imaginar la cantidad de mujeres mayores de cincuenta años que nunca han tenido un orgasmo», comenta.
El sexo sigue siendo visto como algo sucio, mucho más si la que lo reivindica es una mujer. Otras no han oído ni siquiera hablar de lo que significa placer, de ahí la importancia de lo que estas chicas están haciendo: empoderar a la figura femenina. «Cuando empezamos, de las cuarenta mujeres que se mostraron interesadas en los talleres, muy pocas acabaron cosiendo la vulva. Lo ven como algo malo, vulgar. La gente se avergüenza de la vulva, a pesar de que venimos de ella», añade. «Existe mucho conservadurismo religioso y en Perú se sigue necesitando educación sexual. Es una labor que no hace el Gobierno, esta información no llega a las escuelas, allí donde interviene la Iglesia no se permite un protocolo de educación sexual», explica.
Liz afirma que en Centroamérica (Nicaragua, Honduras..) el tema está aún peor. «Pero este tema de empoderamiento con la vulva, por ejemplo, se está desarrollando muy bien en Argentina, Brasil», continúa.
Desde 2009, Liz, junto a otras compañeras, lleva a cabo talleres de mujeres y salud sexual, Musas Perú, por toda Latinoamérica e incluso se ha publicado un libro, Yo amo mi vulva, en el que mujeres de diferente edad permiten retratar sus vulvas y cuentan cómo han vivido la sexualidad a lo largo de sus vidas. Con algunos textos que ponen los pelos de punta: «He pasado por muchas intervenciones quirúrgicas. Desde una de esas operaciones ya no pude tener relaciones sexuales con mi esposo, con penetración. Quise que me solucionara ese problema pero el médico que me atendió en el seguro social se burló cuando le conté que la razón era porque me dolía mucho cuando tenía relaciones sexuales. Él dijo: “¿Qué, acaso usted aún tiene relaciones con su esposo?”».
Y es que, como reconoce Liz, el empoderamiento lleva tiempo, no tiene lugar de la noche a la mañana, pero no cabe ninguna duda de que el movimiento iniciado por la sagrada vulva andina de tela, como se la conoce por estos lares, es ya imparable.
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