No pregunten a Darwin: tres teorías sobre el origen del machismo
Lo que nos faltaba: también los neandertales dividían las tareas por sexos,
según acaba de concluir una investigación sobre sus piezas dentales en
Asturias, Francia y Bélgica. El estudio del Museo Nacional de Ciencias
Naturales (MNCN-CSIC) sugiere que machos y hembras tenían iguales
herramientas pero se ocupaban de distintas labores y, por ejemplo, eran
ellas las costureras. Esto hace pensar que nuestra especie hermana —a la
que Javier Sampedro llama "el extranjero en el tiempo"— era más similar a nosotros de lo que queremos pensar. Para lo bueno y, nos tememos, también para lo malo.
Incluso si se probara que ellas cosían mientras ellos cazaban, sería poco riguroso pretender dar lecciones de igualdad de género, concepto ideológico muy moderno, a la sociedad neandertal. Sigue abierta la pregunta: ¿es que todas las culturas humanas han sido machistas? Si es así, ¿por qué? Lo cierto es que los historiadores no han encontrado rastro de una civilización matriarcal de cierta envergadura, y algunos las han buscado con afán. El patriarcado domina a la humanidad al menos desde la revolución agrícola, hace 10.000 años, y solo hace un siglo que empezó a ser cuestionado.
Lo cuenta bien el ensayo De animales a dioses. Breve historia de la humanidad (Debate). El historiador israelí Yuval Noah Harari reflexiona en uno de los capítulos ('No hay justicia en la historia') sobre las raíces de la desigualdad entre sexos y acaba formulando tres teorías que sometemos aquí a debate. "El patriarcado ha sido la norma en casi todas las sociedades agrícolas e industriales y ha resistido tenazmente los cambios políticos, las revoluciones sociales y las transformaciones económicas", escribe. "Puesto que el patriarcado es tan universal, no puede ser el producto de algún círculo vicioso que se pusiera en marcha por un acontecimiento casual". Entonces ¿dónde está su origen? ¿En la masa muscular, en la propensión a la violencia? ¿O será que el machismo está grabado a fuego en los genes? Harari admite que ninguna de sus teorías es del todo convincente. A continuación, con pros y contras, sus argumentos y los de otros expertos.
1- Potencia muscular. Una idea muy extendida: el
hombre somete a las mujeres por su mayor fuerza física. Por el mismo
motivo se ocupó de los trabajos más duros y de esa forma acabó
controlando la producción. Es una explicación sencilla, intuitiva. Pero
juegan en su contra algunas objeciones: que los hombres son más fuertes
es una verdad a medias (solo como promedio; y ellas suelen ser más
resistentes al dolor o la enfermedad). Otro reparo es más de fondo: el
poder social no suele depender de la fuerza física. Ni reyes ni
generales ni sacerdotes han llegado a donde están por su musculatura. Lo
normal ha sido más bien que desde el poder se viera el trabajo duro
como cosa de esclavos, siervos o mercenarios.Incluso si se probara que ellas cosían mientras ellos cazaban, sería poco riguroso pretender dar lecciones de igualdad de género, concepto ideológico muy moderno, a la sociedad neandertal. Sigue abierta la pregunta: ¿es que todas las culturas humanas han sido machistas? Si es así, ¿por qué? Lo cierto es que los historiadores no han encontrado rastro de una civilización matriarcal de cierta envergadura, y algunos las han buscado con afán. El patriarcado domina a la humanidad al menos desde la revolución agrícola, hace 10.000 años, y solo hace un siglo que empezó a ser cuestionado.
Lo cuenta bien el ensayo De animales a dioses. Breve historia de la humanidad (Debate). El historiador israelí Yuval Noah Harari reflexiona en uno de los capítulos ('No hay justicia en la historia') sobre las raíces de la desigualdad entre sexos y acaba formulando tres teorías que sometemos aquí a debate. "El patriarcado ha sido la norma en casi todas las sociedades agrícolas e industriales y ha resistido tenazmente los cambios políticos, las revoluciones sociales y las transformaciones económicas", escribe. "Puesto que el patriarcado es tan universal, no puede ser el producto de algún círculo vicioso que se pusiera en marcha por un acontecimiento casual". Entonces ¿dónde está su origen? ¿En la masa muscular, en la propensión a la violencia? ¿O será que el machismo está grabado a fuego en los genes? Harari admite que ninguna de sus teorías es del todo convincente. A continuación, con pros y contras, sus argumentos y los de otros expertos.
2- La propensión a la violencia. Es una variación del razonamiento anterior con un matiz: la clave no es la fuerza sino la agresividad. "Millones de años de evolución han hecho a los hombres mucho más violentos que las mujeres", sostiene Harari. "Los hombres son más proclives a la violencia física y bruta", si bien, aclara, las fuerzas estarían parejas en la capacidad de conspirar, manipular o traicionar. Vistas las cifras esto no es ningún disparate: la inmensa mayoría de condenados por delitos violentos en todo el mundo son varones. En España, con datos de 2012, hubo 3.677 condenas por homicidio para varones, frente a solo 285 por mujeres, menos del 8%. Entonces, volviendo a Harari, habría sido la guerra la que forjó la sociedad y el patriarcado. Algunos peros: las guerras no son una pelea a puñetazos; las ganan los estrategas, los más organizados, o los que saben tejer alianzas y recabar apoyos. No los más brutos. Y, si la mujer estuviera mejor dotada para la negociación, ¿cómo no ocupó el poder político?, se pregunta el historiador.
3- Los genes. Atención que esto es peliagudo: ¿nos ha programado la evolución para el machismo? Según este punto de vista, durante millones de años "hombres y mujeres desarrollaron diferentes estrategias de supervivencia y reproducción". Entra aquí en juego la selección sexual que planteó Darwin: los hombres que lograban tener descendencia eran los más ambiciosos y competitivos; esa dinámica las convirtió a ellas en dependientes, al propiciar la descendencia de las que daban el perfil de "cuidadoras sumisas". Pero Harari también cree que esta hipótesis tiene grietas: en especies como los elefantes y los bonobos, la selección sexual llevó a una sociedad matriarcal en la que las hembras crean redes de cooperación muy eficaces frente a unos machos más individualistas. ¿Por qué no fue así con el sapiens?
Complicado debate. Uno echa de menos más atención a la maternidad, que aún en el siglo XXI sigue siendo un gran factor (¿el principal?) de discriminación femenina. Si acudimos a Darwin y Wallace, los padres del evolucionismo, podemos llevarnos un chasco: cosas de su época, les preocupaba poco el sexismo. Y consideraban obvia la superioridad intelectual masculina. Esto escribió Charles Darwin en El origen del hombre y la selección en relación al sexo, en 1871:
"La diferencia fundamental entre el poderío intelectual de cada sexo se manifiesta en el hecho de que el hombre consigue más eminencia en cualquier actividad que emprenda de la que puede alcanzar la mujer (tanto si dicha actividad requiere pensamiento profundo, poder de raciocinio, imaginación aguda o, simplemente, el empleo de los sentidos o las manos)".
El machismo implícito en el discurso del primer científico que explicó de dónde venimos lo analiza Elena Hernández Corrochano, profesora de Antropología de la UNED, en su artículo Darwin, los antropólogos sociales y las mujeres,
publicado en Clepsydra en 2010. "Las ideas que Darwin y otros
muchos eruditos de su época tenían sobre las mujeres eran creencias muy
arraigadas en el imaginario colectivo, antes filosofadas por Rousseau,
Diderot o Montesquieu". No desentonaba con su tiempo pero, eso sí se le
puede reprochar, Darwin dio "una base científica a la universal
subordinación de la mujer al hombre, una subordinación que, al darse en
todas las sociedades que habían llegado al estado de civilización, se
convertía en la mejor posición a la que las mujeres podían aspirar".
Darwin
no sería un feminista, de acuerdo, pero la cuestión sigue abierta:
¿estamos programados para el machismo? Responde una autoridad, el
biólogo Jaume Bertranpetit, miembro del Institut de Biologia Evolutiva (IBE)
del CSIC y la Universitat Pomeu Fabra y director de ICREA. "La pregunta
está mal formulada. Si el machismo es la respuesta (el resultado) ¿cuál
es la pregunta (las condiciones que lo han permitido)? No hay que
negarse a aceptar las diferencias sexuales, bien determinadas por los
genes y que tienen importantes implicaciones sociales. Sólo hace falta
ver cómo se relaciona el dimorfismo sexual con la estructura de grupos
en los diversos primates: fuerte dimorfismo en grupos con pocos machos y
muchas hembras; escaso dimorfismo en los que forman parejas estables".
Para este estudioso de la evolución, "no hay duda de las diferencias
entre sexos, sean físicas o de comportamiento; en humanos estas
diferencias son pequeñas pero evidentes. Pero eso no implica que estas
diferencias lleven a situaciones de poder social. La biología nos
muestra cómo son las cosas. Y es importante saberlas porque entonces
culturalmente podemos cambiar nuestro comportamiento para adecuarlo a
nuestros propósitos".Tiene otro punto de vista la antropóloga Elena Hernández. Preguntada sobre las tres teorías del historiador israelí sobre las raíces del patriarcado, es rotunda: "Como sistema de subordinación que es, el patriarcado tiene que ver con la organización social de la sexualidad y de la reproducción, y no con supuestos biologicistas y naturalistas como los que propone Harari, que nos podrían llevar a entender que la subordinación de las mujeres es algo inevitable". Y añade: "Algunas antropólogas entendemos que no es tan importante saber el origen de este sistema de subordinación, como llegar a entender cómo se implementa en las diferentes culturas".
Otro experto, Joan Manuel Cabezas López, doctor en Antropología Social y coordinador de Etnosistema, se opone al "neogenetismo" que atribuye el comportamiento social a imperativos de la especie. "No considero plausible, ni tan siquiera como simple conjetura, que la biología o la genética expliquen ninguna conducta humana. Y mucho menos las comparaciones con elefantes o incluso con chimpancés, ya que dichos animales carecen de lo que distingue al Homo sapiens del resto de los seres vivos: la capacidad de generar complejos sistemas simbólicos, es decir, la posibilidad de cambiar el mundo factual a través de ideas".
Pero hablábamos del patriarcado como modelo universal. ¿De verdad lo ha sido? Son muchos los científicos que buscaron huellas de un matriarcado prehistórico. En el siglo XIX se extendió la creencia en un estado primitivo del hombre en que las mujeres habrían detentado el poder para luego perderlo (se supone que por un avance evolutivo). La idea la formulaba en 1861 Johann Jakob Bachofen en El derecho materno: una investigación sobre la ginecocracia en el mundo antiguo. Pero, en opinión de Elena Hernández, como única prueba se agarraba a los mitos. Otro estudioso del siglo XIX, Lewis Morgan, miró como ejemplo el modelo social de los indígenas iroqueses de Norteamérica, pero esta experta objeta que el que fuera matrilineal (la descendencia se define por la línea materna) no significa que fuera un matriarcado.
Morgan explicaba la evolución de la familia de esta forma: el hombre había vivido inicialmente en la promiscuidad (principalmente incestuosa entre hermanos), luego en la poliandría (varios hombres compartían mujeres raptadas de otra tribu, eso garantizó al menos la diversidad genética) antes de llegar a la "familia bárbara" (una pareja sometida a la autoridad tribal), a la poligamia (derivada de la propiedad privada) y luego a la "familia civilizada". Según su tesis, fue la acumulación de riqueza, y con ella la idea de transmisión de la herencia, la que llevó al patriarcado.
El antropólogo Cabezas es rotundo al afirma que el matriarcado es un mito "si entendemos como matriarcado el reverso o polo opuesto del patriarcado. Nunca ha existido tal sociedad en la que las mujeres oprimían a los hombres. Lo que sí que hubo, y todavía hay, son sociedades en las cuales el género no constituye un elemento estratégico en la arquitectura social". Y añade: "Hablar de la sociedad matriarcal como estado primigenio-primitivo era, en la época del evolucionismo, considerarla como una sociedad inferior, arcaica, irracional... Exactamente lo mismo que se pensaba de las mujeres en la sociedad decimonónica, y que todavía se piensa de los primitivos hoy en día". Este artículo de la revista Mito profundiza en el asunto del matriarcado.
Cabezas se afana en desmontar las tesis de Harari: "La agresividad no es de origen genético, sino cultural: la socialización es la que ha podido comportar más violencia entre los varones en determinados grupos humanos". Y aporta un ejemplo: en Nueva Guinea, entre la etnia de los tchambuli, las mujeres se afeitan la cabeza, acostumbran a reírse de manera ruidosa, muestran una solidaridad de camaradas y son muy eficaces cazando. En cambio, los hombres se preocupan por el arte, emplean mucho tiempo para peinarse y están siempre criticando al sexo contrario… "A pocos kilómetros, otros grupos étnicos tienen percepciones completamente diferente de las expectativas y roles de género. El género, por lo tanto, es siempre una construcción social, jamás reducible al sexo". Y añade, en relación con la supuesta predisposición genética a la violencia en los varones, que en lugares como África "han existido ejércitos de élite formados exclusivamente por mujeres hasta hace sólo un siglo".
Vaya, parece que el argumento de que hubiera un factor genético en el machismo resulta el más polémico, y eso que Harari no se inclina por esa teoría entre las tres que maneja. ¿No será que situamos lo que a ojos de hoy es políticamente correcto por encima de la verdad científica? Para añadir gasolina al fuego, otro polémico libro recién publicado, Una herencia incómoda, de Nicholas Wade, argumenta que el comportamiento social no sería solo una construcción cultural sino que podría estar determinado en los genes. Lo que ahondaría en la tercera tesis de Harari.
Wade, que ha trabajado en Nature, Science y The New York Times, escribe que entre los cazadores-recolectores "la única división del trabajo era entre los sexos": ellos cazaban y ellas recolectaban. Pero ve la clave en la tribu: "Las sociedades tribales han existido probablemente desde el principio de la especie humana". Y esas tribus, sostiene, se cruzaban mediante el intercambio de mujeres y se organizaban sobre la base de linajes que siguen la línea genealógica masculina. ¿Y antes de eso? Cuenta Wade que el Homo ergaster, hace aproximadamente 1,7 millones de años "es el primer antepasado humano en el que los machos no eran mucho mayores que las hembras. Una gran diferencia de tamaño entre los sexos, como en los gorilas, indica competencia entre machos y una estructura de harén. La diferencia de tamaño disminuye a medida que la formación de pareja se va haciendo más común". Pero, ay, Wade no dedica mucha atención a las diferencias entre sexos porque en su libro le interesa más lo que distingue a las razas, lo que le ha valido un aluvión de críticas (puede leer la de Jaume Bertranpetit) y acusaciones de racismo.
Y entonces, ¿con qué versión nos quedamos sobre el origen del patriarcado? Harari admite que no tiene una respuesta satisfactoria. "Quizás las hipótesis comunes sean simplemente erróneas. ¿Acaso los machos de la especie Homo sapiens no están caracterizados por la fuerza física, la agresividad y la competitividad, sino por unas habilidades sociales superiores y una mayor tendencia a cooperar? Sencillamente, no lo sabemos". Pero al final de su capítulo parece decantarse por la idea de que no hay nada inmutable en el machismo: "Lo que sabemos es que durante el último siglo los papeles de género han experimentado una revolución extraordinaria. (...) Estos cambios espectaculares son precisamente los que hacen que la historia del género nos deje tan estupefactos. Si, como hoy se ha demostrado de manera tan clara, el sistema patriarcal se ha basado en mitos infundados y no en hechos biológicos, ¿qué es lo que explica la universalidad y estabilidad de este sistema?".
Si ha llegado hasta aquí, se habrá dado cuenta de que no teníamos una respuesta al origen del machismo, pero al menos su búsqueda es apasionante. Y nos ayuda a pensar no sólo en cómo llegamos a ser así, sino en cómo queremos ser.
L
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