Las sanguijuelas medicinales
Publicado por José Ramón Alonso
¿Eres sanguíneo, flemático, colérico o melancólico? La teoría de los humores de Hipócrates explicaba que la salud era un equilibrio entre cuatro líquidos que poblaban el cuerpo: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. La predominancia de uno u otro marcaba esos cuatro tipos de personalidades en los seres humanos y la enfermedad era fundamentalmente una alteración en las proporciones o composición de los humores.
Una de las medidas más obvias para tratar las afecciones era intentar restaurar unas proporciones adecuadas entre esos fluidos, por lo que un procedimiento vigente durante siglos fue eliminar el supuesto exceso de sangre. Para ello ha habido dos tratamientos fundamentales: las sangrías terapéuticas o flebotomías —el famoso yelmo de don Quijote es una bacía con una hendidura para apoyar el brazo y favorecer la limpieza mientras te sangraban— y las sanguijuelas. Las primeras eran realizadas por profesionales, normalmente barberos-cirujanos y podían eliminar una cantidad importante de sangre, acabando a veces con el paciente. Las sanguijuelas, por su lado, formaban parte mayoritariamente del ámbito de la medicina popular, extraían una cantidad de sangre mucho menor y eran colocadas ocasionalmente por expertos sin apenas formación.
La sanguijuela es un anélido —al igual que la lombriz de tierra—, un gusano segmentado hermafrodita que vive en agua dulce (charcas, pantanos, arroyos…) y que se alimenta de la sangre de una gran variedad de especies: de ranas a caballos, de caimanes a humanos. Cuando localizan una presa, por las ondas que crea en el agua o en el caso de los mamíferos por el calor que emiten, se fijan por su extremo anterior haciendo ventosa con la boca, hacen unos cortes en la piel con tres mandíbulas afiladas en forma de «Y» que tiene cada una unos cien dientes, y empiezan a succionar sangre. Aunque es discutido, se cree que su saliva contiene algún anestésico para que no detectes que tienes un gusano colgado chupándote la sangre. Después, utilizan una batería de anticoagulantes, las hirudinas, que hacen que la sangre siga fluyendo sin coagulaciones ni procesos hemostáticos. Recientemente se ha visto que hay tres diferentes de hirudinas, lo que abre campo para generar nuevos fármacos.
La sanguijuela acumula la sangre en una cavidad digestiva que puede alcanzar un volumen seis veces superior al del propio animal y la digiere muy lentamente en un proceso simbiótico con bacterias. Produce también antibióticos que impiden que los microorganismos corrompan la sangre, permitiendo su total aprovechamiento. El sistema de almacenamiento y digestión lenta es tan eficaz que una sanguijuela puede vivir con tan solo alimentarse una o dos veces al año.
La más usada es la que Linneo denominó Hirudo medicinalis o sanguijuela medicinal que se ha empleado desde hace más de cinco mil años, y aparece en la medicina egipcia, en la Biblia (Proverbios 30: 15) y en el Corán. La sura 23 del libro santo del islam relata un particular embrionario proceso de formación del hombre. «Y ciertamente, nosotros creamos al hombre de un extracto de arcilla, y luego le hicimos una pequeña semilla en una estancia firme, y luego hicimos de la semilla una sanguijuela, un trozo de carne; luego le pusimos huesos, vestimos los huesos con carne y después le hicimos crecer hasta ser otra criatura». Bastante más complejo que la descripción en el libro santo de judíos y cristianos, donde saltamos del barro al hombre sin estadios intermedios.
Los anélidos medicinales se han usado para una amplia gama de patologías, en particular del sistema circulatorio, entre las que se incluían las varices, los hematomas, la «sangre gruesa», el «exceso de sangre», la «purificación de la sangre», la hipertensión, la hematocromatosis, la trombosis y las hemorroides. De hecho, según Dionisio Daza Chacón, cirujano vallisoletano del siglo XVI, no usar sanguijuelas para tratar unas almorranas fue la causa de la muerte de Juan de Austria, el vencedor de Lepanto:
Este remedio de las sanguijuelas es muy mejor y más seguro que el rajarlas ni abrirlas con lanceta, porque de rajarlas algunas veces se vienen a hacer llagas muy corrosivas, y de abrirlas con lanceta lo más común es quedar con fístula y alguna vez es causa de repentina muerte; como acaeció al serenísimo don Juan de Austria, el cual, después de tantas victorias (principalmente la batalla naval, cosa nunca vista, ni aun oída en todos los tiempos pasados) vino a morir miserablemente a manos de médicos y cirujanos, porque consultaron (y muy mal) darle una lanceteada en una almorrana, y proponiéndole el caso, respondió: aquí estoy, haced lo que quisiéredes. Diéronle la lanceteada, y sucediole luego un flujo de sangre tan bravo que con hacerle todos los remedios posibles, dentro de cuatro horas dio el alma a su Creador; cosa digna de llorar y de gran lástima. Dios se lo perdone a quien fue causa… Si yo hubiera estado en su servicio, no se hiciera un yerro tan grande como se hizo.
Como vemos el doctor Daza no era precisamente modesto y la muerte de don Juan no fue precisamente gloriosa. Las sanguijuelas se emplearon también para otra amplia serie de condiciones no directamente relacionadas con la sangre incluyendo la gastroenteritis, la tuberculosis, la neumonía, el reuma, la gangrena, las fiebres altas, la gota, el sarampión, los dolores intensos, el ictus y el cáncer. Las sanguijuelas se colocaban en distintas zonas incluyendo los muslos, detrás de las orejas y la vulva o en la zona afectada, por ejemplo cerca del hematoma en un ojo morado. Para los amantes de lo truculento, hay casos documentados de presencias inesperadas de sanguijuelas en la faringe, la laringe, la cavidad nasal y la vagina, simplemente por nadar y tener mala suerte.
Es poco conocido que España fue una potencia sanguijuelera. Las zonas inundadas de Doñana, de la laguna de Antela (Ourense) y del delta del Ebro, por poner algunos ejemplos notables, proporcionaron un amplio suministro de anélidos tanto para el consumo local como internacional. Una ley de 1827 decretaba un canon de diez reales por cada libra de sanguijuelas exportada y responsabilizaba de su cobro a las aduanas de Vitoria, Orduña, Ágreda, Canfranc y La Junquera, buena prueba de la demanda francesa. Otros decretos y leyes establecieron normas que regulaban su captura, actualizaban los impuestos y prohibían la importación de anélidos foráneos.
Los farmacéuticos españoles plantearon que se vendieran de forma exclusiva en sus establecimientos con los mismos argumentos que para los demás medicamentos: precios estables, suministro garantizado, garantías de una correcta identificación de la sanguijuela y niveles adecuados de calidad y limpieza. Todo ello se lo llevó el tiempo al dejar de estar de moda la llamada hirudoterapia, y quedaron las sanguijuelas, esquilmadas; sus hábitats, desecados, destruidos o contaminados y una nueva medicina, que desconfiaba a menudo con razón de los remedios naturales, entregada a las nuevas tecnologías sanitarias.
El negocio se mantuvo hasta la mitad del siglo XX. Durante ese tiempo, España fue uno de los principales exportadores de sanguijuelas junto con Hungría, Italia, Turquía, Egipto y Argelia, y algunos de los negocios se volvieron internacionales como el fundado por Manuel Peña y Esperanza Orellana, un matrimonio andaluz que montó en Tánger un negocio de exportación del anélido hematófago con el que hicieron fortuna. Con setecientas cincuenta mil pesetas de ese dinero, una cantidad inmensa en 1913, Manuel y Esperanza promovieron la construcción del Gran Teatro Cervantes, la instalación cultural más importante del norte de África, ahora abandonado y en ruinas, y propiedad del Estado español.
El uso de las sanguijuelas siguió incluso pasada la II Guerra Mundial. El periódico ABC (edición de Andalucía) del 28 de septiembre de 1945 contaba, con esa buena prosa de los periodistas del pasado, lo siguiente:
[…] un poderoso Clipper transatlántico llegó hace unos días a Lisboa para llevarse un cargamento misterioso. Acostumbrados como andamos a la pedantería pseudo-científica, todo el mundo creyó en el uranio, el wolframio o alguno de esos cuerpos incomprensibles que existen y no existen. Alguna vez, sin embargo, no iban a tener razón los pedantes. El avión se llevaba un cargamento castizo y casi heroico: 2.000 sanguijuelas lusas para las farmacias de Nueva York. Parece ser que ninguna sanguijuela es más feroz que la ibérica; por lo visto, solo aquí, sobre esta tierra dura y arisca, quedan sanguijuelas que muerden y chupan todavía, como es su inmemorial deber.
No son muy nuevas, que digamos, las noticias sobre la bondad de nuestras sanguijuelas. Ya en 1837, Francia exportaba muchos millones de sanguijuelas españolas, unos 35 millones, ya que entonces el mercado francés dedicado a la sangría necesitaba la cifra aterradora de 55 millones de sanguijuelas anuales. Por aquellos dulces tiempos, una sanguijuela valía una perra gorda y con sus tres filas de dientes diminutos valía para todo. Fue la época de la ventosa cuando sacar sangre con estas bombas hidráulicas minúsculas era como extraer el agua de las enfermedades. El Lunario de Cortes, un delicioso libro lunático, nos cuenta como una sanguijuela sobre el estómago quita el dolor del mismo; otra sobre los muslos, la apostema; y media docenita de ellas, vivitas y coleando, sobre el cuello, bajan la «hinchazón de las cejas» y aclaran la vista. Según otro libelo, romántico, una buena cura de sanguijuelas alivia mucho las fiebres del amor.
Con tantas aplicaciones y tanta demanda, el negocio era saneado. Para capturarlas se usaban redes cerca de los pasos del ganado o se empleaba la piel de una oveja recién desollada o un hígado fresco sumergiéndolo en el agua. Un tercer truco, el más utilizado por los cazadores de sanguijuelas, era caminar por las zonas apropiadas con los pies y las piernas desnudas y luego proceder a su recolección. Tras su uso, los gusanos hematófagos eran sumergidos en agua con salvado que causaba su vómito y permitía que pudiera ser reutilizadas. En otros casos, ya en la segunda mitad del siglo XX, se sabe que eran incineradas tras su aplicación. En esta tierra nuestra de empresarios miopes y cortoplacistas se produjo una sobreexplotación que arrasó las existencias y que se intentó paliar con la cría de los hirudíneos. Fue famosa la granja de sanguijuelas que tuvo José Vilá en la antigua villa de Gracia (actualmente un barrio de Barcelona) y bastantes hospitales establecieron depósitos de sanguijuelas vivas.
Las sanguijuelas están experimentando un resurgimiento. Los cirujanos han comprobado que permiten drenar la sangre congestionada en las venas facilitando el restablecimiento de la circulación, por ejemplo tras la reimplantación de un dedo o un colgajo libre, técnicas fundamentales en cirugía plástica y reparadora. Al parecer fue el reimplante exitoso de una oreja desgarrada en un niño, muy difícil por el diminuto diámetro de los vasos, el caso que volvió a llamar la atención sobre la utilidad de las sanguijuelas. Varios estudios de la última década concluyen que la hirudoterapia produce un alivio de la osteoartrosis en la rodilla. También se han utilizado como organismo modelo para el estudio del sistema nervioso por su sencillez y fácil accesibilidad. Finalmente, los biólogos de campo están estudiando el ADN de la sangre acumulada en las sanguijuelas para tener pruebas sobre la pervivencia de especies en peligro de extinción, confiando que animales esquivos y difíciles de ver hayan sido presa del anélido estudiado.
Este nuevo interés ha hecho que distintas empresas de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos hayan retomado la cría y distribución de la sanguijuela, donde son tratadas como productos medicinales o instrumentos médicos. España parece que no es capaz de hacer I+D+i ni en los campos en los que fue líder durante siglos.
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