¿Hemos parado ya de evolucionar?
La ciencia, la cultura y la tecnología produce que seamos más independientes del entorno, por lo que el efecto de la selección natural será más débil
Charles Darwin ha pasado a la historia como el padre de la teoría evolutiva, aunque su aportación más relevante al conocimiento científico no fue plantear este principio–que ya estaba latente entre los investigadores de la época–, sino la de proponer un mecanismo que explicaba su funcionamiento, como pone de manifiesto el nombre completo de la primera edición de su gran obra publicada en 1859: El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
La evolución mediante selección natural se produce si se cumplen tres principios fundamentales; que el carácter sobre el que actúa sea variable, que sea heredable y que confiera una ventaja a sus portadores. Este último tiene como consecuencia un mayor número de descendientes y se conoce como capacidad reproductiva diferencial.
El mecanismo de actuación de la selección natural es muy semejante a otras actividades a las que los humanos estamos muy habituados, que nuestra especie ha practicado desde tiempos remotos. Tomemos como ejemplo la producción de leche. Desde la domesticación del ganado, los humanos han intentado mejorar la producción láctea del ganado mediante la selección artificial. Podemos analizar esta actividad desde una perspectiva evolutiva, determinando si cumple las premisas básicas para que actúe la selección. Por una parte, el carácter de la producción de leche es variable, ya unas vacas producen más que otras; además es heredable, pues las terneras descendientes de vacas productoras tenderán a producir mayor cantidad de leche. Las diferencias de los mecanismos de acción entre la selección natural y artificial está en la forma de ejercer la presión selectiva: los ganaderos seleccionan artificialmente aquellas vacas más productivas, mientras que en la naturaleza esta presión la ejerce el medio ambiente.
Hoy sabemos que los humanos evolucionamos rápidamente desde el periodo neolítico, hace unos 12.000 años
Introducir este parámetro en la ecuación evolutiva es esencial para comprender cuál será el futuro evolutivo de nuestra especie. Aunque antes de hablar del futuro es interesante revisar el pasado ya que nuestro cuerpo –bien sea a nivel molecular o morfológico- es el reflejo de nuestro pasado evolutivo. Hoy sabemos que los humanos evolucionamos rápidamente desde el periodo neolítico, hace unos 12.000 años, cuando de ser sociedades cazadoras-recolectoras pasamos a ser agricultores-ganaderos. Esta transición implicó cambios en la dieta, en la estructura demográfica y en la relación entre nuestros ancestros y los agentes patógenos que portaba el ganado que domesticaban. La domesticación de plantas y animales tuvo, entre otras consecuencias, una mayor presencia de carbohidratos en la dieta. Estos compuestos se digieren gracias a una enzima denominada amilasa salivar que los degrada para convertirlos en azúcares simples.
La actividad de esta enzima está íntimamente relacionada con el número de copias de un gen denominado Amy1: a mayor número de copias mayor actividad. Es decir, a partir del Neolítico se produjo una presión selectiva que favorecía a las personas que tenían más copias del gen ya que estas rentabilizaban mejor la dieta rica en carbohidratos. Por este motivo, en la actualidad las poblaciones que han tenido una dieta tradicionalmente basada en productos ricos en este tipo de compuesto presentan, por término medio, un mayor número de copias del gen Amy1.
Estos planteamientos nos llevan a una conclusión lógica: para poder hacer una proyección del futuro evolutivo hay que comprender en qué marco medioambiental nos encontraremos. Parece evidente que nuestro entorno estará influenciado por una compleja cultura con avanzada tecnología y, además, estaremos menos expuestos a las enfermedades, gracias a los adelantos biomédicos. En otras palabras, seremos más independientes del entorno, por lo que el efecto de la selección natural será más débil; la cultura modifica el entorno para no modificarnos a nosotros. Será un futuro en el que se producirán menos novedades evolutivas, menos innovaciones genéticas, un mundo congelado desde el punto de vista evolutivo.
Ante este panorama se puede asegurar que los humanos seguiremos evolucionando aunque de una forma ralentizada gracias al efecto de la cultura, pero difícilmente se puede saber, de forma realista, en qué dirección se producirán los cambios.Pero en este contexto ¿seguiremos evolucionando? Sin lugar a dudas, aunque a otra velocidad. Hay varios ejemplos que apoyan este idea. Hace algunos años científicos de la Universidad de Yale demostraron que las mujeres del futuro serán dos centímetros más bajas que las actuales, con un peso medio –unos dos kilos- ligeramente superior y una menor presión sanguínea. Pudieron hacer estas predicciones porque demostraron que este fenotipo es el que tiene un mayor éxito reproductor en la actualidad y, por lo tanto, tenderá a estar más representado en un futuro. Otro interesante ejemplo lo encontramos en algunas variantes de un gen asociado a la diabetes tipo II; se ha demostrado que este gen ha experimentado una selección positiva reciente. La interpretación no está del todo clara aunque parece estar relacionada con la capacidad que tiene de regular las hormonas leptina y grelina, relacionadas a su vez con la sensación de hambre.
Dr. Antonio González-Martín. Departamento de Zoología y Antropología Física. Universidad Complutense de Madrid
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