La ley era aparentemente tan inocua y bienintencionada que el Congreso la aprobó por unanimidad, y
Barack Obama la firmó poco después sin dilación ni objeciones. Fue en abril del 2016, en pleno apogeo de la
epidemia de analgésicos opioides y heroína que ha desatado la
mayor crisis de drogodependencia en la historia moderna de Estados Unidos, un drama con más de
200.000 muertos en
los últimos 17 años. Pero aquella norma supuestamente concebida para
que los pacientes con dolores crónicos recibieran su medicación sin
contratiempos tenía trampa. Su propósito no era otro que maniatar a la
agencia antidrogas (DEA) en
sus esfuerzos para perseguir a las distribuidoras sospechosas de
abastecer a los médicos y farmacias sin escrúpulos que alimentan el
mercado negro de pastillas opioides con el único fin de engordar sus
cuentas bancarias.
Las maniobras de pasillo de la
industria farmacéutica,
con su ejército de lobistas y sus donaciones millonarias a las campañas
de los políticos, fueron esenciales para que la ley fuera aprobada.
Pero la industria no actuó sola, como ha demostrado una explosiva
investigación conjunta de '
The Washington Post' y '
60 Minutes',
el programa de reportajes de la CBS. Contó con la colaboración
indispensable de varios congresistas, que se encargaron de promover la
ley y doblegar la resistencia inicial de la DEA y el Departamento de
Justicia. Al frente de la campaña estuvo el congresista republicano por
Pensilvania
Tom Marino, el hombre elegido en septiembre por el presidente
Donald Trump para ser su
zar antidroga, el futuro director de la Oficina Nacional de Control de Drogas.Marino tuvo que renunciar el martes al cargo tras destaparse el escándalo y airearse que recibió
92.000 dólares de
la industria farmacéutica desde el 2013. No fue el único. Los 23
congresistas que apadrinaron las cuatro versiones de la ley, incluida su
formulación final, recibieron en el mismo período 1,5 millones de
dólares. Entre ellos está también el senador
Orrin Hatch,
asimismo republicano, el hombre que negoció la versión final del texto,
quien se embolsó 177.000 dólares de Big Pharma. El escándalo ha
estallado en vísperas de que Trump declare la semana que viene la
emergencia nacional por la crisis de los opioides y la heroína, como
anunció que haría, si bien no sería la primera vez que aplazara la
decisión.
Industria fuera de control
"Esta industria está fuera de control. Si no cumplen con
la ley que regula la distribución de medicamentos, y los fármacos se
desvían para fines ilícitos, la gente muere. Es así de sencillo", ha
asegurado
Joseph Rannazzisi, quien fuera responsable al
frente de la DEA de prevenir el desvío de fármacos opioides al mercado
negro. Rannazzisi fue destituido en el 2015, después de que el recién
nombrado director de la agencia forzara su salida en un intento por
mejorar las relaciones entre la DEA y la industria farmacéutica.
La
nueva ley supuso la victoria final de la industria y su codicia sobre los esfuerzos de las autoridades para prevenir la venta ilícita de
hidrocodona y
oxicodona,
los genéricos responsables de la espiral de adicción que hace estragos
en el país y que es para muchos el primer paso antes de caer en las
fauces de la
heroína y el
fentanilo.
Hasta entonces, los agentes de la DEA podían requisar los envíos
sospechosos de las distribuidoras a clínicas y farmacias cuando
determinaban un "
peligro inminente" para la comunidad.
Colas y trajín
Es el caso, por ejemplo, de una clínica del dolor en
Kermit, un pueblo de 400 habitantes de Virginia Occidental. Durante dos
años, recibió nada menos que
nueve millones de pastillas de hidrocodona. Las colas y el trajín frente a sus puertas eran constantes. Más que una clínica era un
supermercado ilícito de drogas.
Pero la nueva ley redujo los márgenes de actuación de la DEA, al
obligarle a demostrar como condición previa a las redadas de sus agentes
que las acciones de la distribuidora representan "una probabilidad
sustancial de peligro inminente", un supuesto casi imposible de
demostrar.
El golpe llevaba años gestándose como reacción a los
esfuerzos de la DEA para apretarles las tuercas a las farmacéuticas.
Inicialmente el trabajo de los 600 agentes de la división que dirigía
Rannazzisi se centró en los
médicos corruptos que escribían recetas fraudulentas y en las
farmacias online que
los vendían a granel sin necesidad de prescripción médica. Pero aquello
equivalía a perseguir a camellos de poca monta en las esquinas. Fue
entonces cuando la DEA decidió ir a por los peces gordos, las
distribuidoras farmacéuticas, un sector que dominan tres grandes
multinacionales:
Cardinal Health,
McKesson y
AmerisourceBergen.
Colmillos limados
Sus investigaciones se tradujeron en multas millonarias a
finales de los 2000, pero poco a poco la industria, con el apoyo de sus
aliados en el Congreso, untados con 102 millones de dólares en
donaciones de campaña entre el 2014 y el 2016, fue limando los colmillos
de la agencia. En parte, lo consiguieron fichando a los más brillantes
juristas y agentes de la DEA y el Departamento de Justicia. Desde el año
2000,
56 de sus funcionarios cambiaron de bando para
trabajar al servicio de las farmacéuticas y sus distribuidoras. La
suerte estaba echada. "Todo lo que buscábamos es que estas compañías
pusieran su buena voluntad para hacer lo correcto", dijo Jim Geldhof, un
agente de la DEA que se retiró en el 2015. "Pero
la codicia siempre se impuso al cumplimiento de la ley. Una y otra vez. Solo les importaba el dinero".
La antesala de la heroína
Puede
que muchos estadounidenses hayan olvidado los truculentos años 70,
cuando la heroína se instaló en las calles de sus grandes ciudades
propulsada por los soldados que regresaban de la guerra de Vietnam,
donde se convirtió en un pasatiempo para adormecer la ansiedad y el
trauma. Pero el país no se ha vuelto loco. La actual epidemia de
opioides y heroína, que mata cada año a más estadounidenses que los
accidentes de tráfico o las armas de fuego, tiene sus orígenes en la
consulta del doctor. En un cambio de planteamiento de la profesión hacia
el tratamiento del dolor, que dio pie a la prescripción masiva de
fármacos opioides como el OxyContin o el Percocet para toda clase de
afecciones crónicas, desde los dolores lumbares, a las migrañas o la
artritis. Hasta entonces los opioides se habían reservado principalmente
para paliar el sufrimiento de los enfermos terminales.
Durante
años se vendió que los riesgos de adicción eran mínimos, casi
inexistentes; fue el resultado de las agresivas campañas de las
farmacéuticas, de estudios tergiversados y de la asombrosa influencia de
una camarilla de especialistas que revolucionaron el tratamiento del
dolor. Esa fantasía empieza a superarse, aunque la factura de
aquel despropósito sigue destrozando familias y comunidades. Cuatro de cada cinco usuarios de heroína se
engancharon antes a los analgésicos opioides, recetados a estudiantes y
a embarazadas, a obreros y a profesionales liberales sin distinción.
En
el 2011 empezó a caer el número de fármacos prescritos, tras haberse
cuadriplicado durante la década anterior, pero aun así la cifra no tiene
parangón en ningún otro país del mundo. Los médicos estadounidenses
firmaron el año pasado 236 millones de recetas de opioides, lo que equivale a un bote de pastillas para cada uno de los adultos estadounidenses.
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