La España del Fahrenheit 451 o la del clítoris de la Virgen
Nos ha tocado la resaca de la libertad que explotó en los años posteriores a la dictadura
Dicen que la peor nostalgia es la nostalgia de lo que no se ha vivido. Siempre deseé haber nacido diez años antes para vivir la Movida de los ochenta como hay que vivirla: con veinte tacos. La viví pero de niño viendo en la tele a la Bruja Avería. Y no hablo de la mitificada Movida madrileña de Tierno Galván y Alaska. Hablo de la Verdadera Movida. La que surgió en mi ciudad, en Vitoria, en los años 80.
“Cuando yo llegué, creo que Vitoria era la ciudad de Euskadi donde se veía hervir algo, donde se veía gente de diferentes áreas, que si escultura, que si pintura, que si músicos, que si periodistas, ¿sabes?”, comentaba Gari, el que fuera cantante de la banda vitoriana Hertzainak, probablemente la más destacada del momento en Euskadi. De aquella época hay muchos nombres y no hay espacio para citarlos a todos, pero a quien no sea de Vitoria le sonará el director de cine Juanma Bajo Ulloa o el actor Karra Elejalde, el de los ‘8 apellidos vascos’, entonces un ‘chino’ -así se llamaba a los maoístas- al que no le gustaban nada los troskos.
Vitoria era la “sede del rollo libertario”, cuenta Eneka Aranzabal. El lugar de encuentro de una efervescencia cultural y política que no se ha vuelto a vivir en la ciudad. Artistas, músicos, anarquistas, autónomos, abertzales, dibujantes, troskos, la radio libre Hala Bedi, la Banda Municipal de Ska tocando medio en bolas en la Plaza del Machete, la eclosión de los fanzines, etc. Como decía la canción de Potato, todos rulando en la Pinto, en la Kutxi y en la Zapa, rulando “en Vitoria-Gasteiz, donde hacen la ley, capital artificial de un país singular”.
Una de las gansadas más recordadas de aquella época eran las procesiones ateas convocadas por Ateos Reunidos Geiper, Herejes del 36 y la Cofradía de los Putos Faroles. La primera se celebró en 1985. Unas 50 personas salieron a darse un voltio por la ciudad con cruces de madera hacia abajo y una pancarta en la que se leía ‘Yo Soy Ateo y Poteo’. “Una furgoneta de la Policía Nacional nos vio, se puso al lado, vio que íbamos de juerga, de risas, con trompetas, con consignas vacilonas, y pasó de largo”, cuenta Pollo, uno de los agitadores más conocidos. No sé qué pasaría los siguientes años, pero la primera carga policial que recuerdo en mi infancia fue contra una mani atea en Vitoria. O puede que me falle la memoria. Entonces había manis día sí y día también.
El caso es que para esas procesiones ateas se publicaban carteles. En uno de ellos aparece Jesucristo resucitado porque la Virgen le está haciendo una felación. En otro cartel -este sobre las fiestas alternativas de Vitoria en honor de la ‘Blanki’- se ve a la patrona de Vitoria, la Virgen Blanca, masturbándose mientras un blusa -los blusas son los miembros de las peñas de las fiestas- baila un aurresku. “Aaagggg!!! Como m’excitan estos blusas!”, dice la Virgen.
Estos carteles los descubrí no hace mucho tiempo en la nueva edición que se realizó del libro ‘Hertzainak. La confesión radical’ a cargo de Pepitas de Calabaza y ediciones Aianai (y del que están extraídas las citas de este artículo). Los dibujos son irreverentes y ofensivos, y comprendo que puedan hacer daño a las personas con sentimientos religiosos, pero son también el testimonio de una época que se vivió en Vitoria. Cuando los descubrí, se los enseñaba a todo el que me cruzaba. No por las mamadas y el clítoris de la Virgen. Lo que me dejaba alucinado era la capacidad de irreverencia sobre uno mismo -es decir, sobre su ciudad y sus símbolos- de la que se era capaz en los años ochenta y como, con el tiempo, todo eso se había ido disolviendo como un azucarillo dando paso a la actual autocensura y corrección política (con la inestimable colaboración del temor al Código Penal o al que dirán) . Ahora mismo, cualquier referencia levemente crítica a los totems vitorianos -y me refiero a cualquier tontería, no a estos carteles sobrados de blasfemia- puede condenarte al oprobio de los antivitorianos.
Estaba tan sorprendido en que una ciudad que apoyó el franquismo durante décadas hubiera parido a algunos locos que se habían atrevido a blasfemar sin temor a nada y en que, por otro lado, con el paso de los años, la ciudad hubiera regresado con mayor entusiasmo todavía al conservadurismo moral y social de siempre, que pensaba en publicar los carteles en Twitter y Facebook. Y no porque quisiera provocar a la gente religiosa -provocar me parece un ejercicio desgastado a estas alturas y, además, no terminaba de publicarlos porque me preocupaba molestar a algunos amigos cristianos a los que tengo mucho aprecio- sino por su virtud en documentar una época pasada, mucho más libre de expresarse que la sociedad actual.
Resulta que un día hablé con uno de los autores del libro. Si las imágenes se viralizaban, habría problemas, me dijo. Y tenía razón. Ya no vivíamos en los ochenta. Ahora estábamos, como ironiza exagerando Elisa Beni, en Fahrenheit 451 eligiendo qué libros memorizar para que sobrevivan a la quema.
Nos ha tocado la resaca de la libertad que explotó en los años posteriores a la dictadura. Hemos permitido que se cercene la libertad de expresión que, evidentemente, no es un derecho absoluto y debe tener unos límites regidos por la ley, pero sin que eso suponga emprender una campaña de temor al ejercicio de las libertades de opinión y creación. Prefiero un país en el que se me pueda ofender -y hay cosas que escucho y leo que me ofenden y me cabrean mucho- a un país en el que no se pueda hablar con libertad. Y lo que está pasando es que las autoridades -con la ayuda inestimable de los jueces- utilizan los delitos de odio y apología del terrorismo de forma abusiva para reprimir la disidencia en las redes sociales. Ni siquiera se pueden hacer chistes sobre un fascista como Carrero Blanco. Y la autocensura (y la censura) están ganando terreno.
A principios de febrero condenaron a un joven a pagar una multa de 480 euros por crear un montaje de Jesucristo y su rostro. Y esta misma semana, han decretado tres años y medio de cárcel para un rapero que cantaba barbaridades. Y un juez ha secuestrado ‘Fariña’, el magnífico libro de Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia. Y se ha retirado en ARCO una obra de Santiago Sierra porque muestra a Junqueras y ‘los Jordis’ como presos políticos. Y yo mismo pongo mi granito de arena de autocensura en toda esta charada represiva. Podría publicar los carteles ateos en este artículo pero no lo voy a hacer. Este fin de semana he quedado con unos amigos para jugar al Risk de El Señor de los Anillos y no quiero que me molesten con llamadas de la Fiscalía.
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