BUENOS AIRES — En la madrugada del 9 de agosto, la iniciativa para promover la interrupción voluntaria del embarazo, que ya había sido aprobada en la Cámara de Diputados en julio, fue frenada por el ala más conservadora de la política argentina, el Senado. Después de más de dieciséis horas de debate, casi a las tres de la madrugada, se conoció el resultado de la votación: 38 votos en contra y 31 a favor. El edificio de mármol del Congreso desoyó el grito de la calle: “Aborto legal en el hospital”.
Lo que se discutía en el Senado no era menor: no se peleaba por la posibilidad de interrumpir un embarazo —que es legal en Argentina por causales y que está respaldado por un fallo de 2012 de la Corte Suprema de Justicia—, sino porque todas las mujeres, sin discriminaciones por región o condición, pudieran acceder a un aborto sin riesgo de morir en la clandestinidad.
La Argentina se había comprometido, en el año 2000, en la firma de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de Naciones Unidas, a bajar la tasa de 3,4 muertes maternas cada 10.000 nacimientos a 1,3 para 2015. Tres años después, el aplazo global no fue suficiente para convencer a los senadores.
Tampoco los convenció que durante 2016 murieron 46 mujeres por embarazos terminados en abortos inseguros. Ni en Uruguay ni en Ciudad de México —donde el acceso al aborto es legal— hay muertes registradas en sus sistemas de salud por la interrupción de embarazos.
Sin embargo, detrás de este revés parlamentario hay una victoria irreversible: la revuelta feminista en la Argentina es la fuerza social de mayor peso y de mayor convocatoria.
Esta revolución, que hizo de la legalización del aborto su mayor reclamo, no tiene marcha atrás y ha sido el despertar político de miles de argentinas y argentinos jóvenes que solo hacen más visible la ruptura generacional de la política en el país: los senadores que rechazaron la legalización del aborto tienen un promedio de 57 años y en la calle —con un lazo más fuerte que nunca entre mujeres de distintas generaciones— las grandes protagonistas fueron las mujeres menores de 18 años.
El contraste entre las chicas con pañuelos verdes y los políticos con discursos moralistas y religiosos polarizó la jornada entre el pasado en formol y el futuro en un movimiento vibrante y laico.
Esta fiebre libertaria y generacional se da en un país clave para una región en la que —aunque cada vez menos— el catolicismo incide en las conductas sexuales y decisiones individuales de las personas. El 58,3 por ciento de las 12.081 mujeres que buscaron ayuda para abortar en un grupo denominado Socorristas en Red —que acompañan a mujeres que solicitan su asistencia para interrumpir un embarazo con medicamentos— son religiosas: católicas o evangélicas. No es una cuestión de fe, sino de poder. El cabildeo ejercido por el Vaticano para frenar esta iniciativa en Argentina, una nación pionera en innovar con leyes de género de América Latina, es congelar otras iniciativas similares en el resto del continente.
Por eso, la Iglesia católica intervino directamente en esta batalla parlamentaria. En estos meses emprendió una estrategia agresiva dirigida a los senadores y gobernadores “a favor de la vida”. El propio papa Francisco comparó el aborto con el nazismo, pero, más allá de las misas o expresiones públicas, se presionó en privado a políticos, periódicos y canales de televisión para manipular la votación y frenar la difusión de la campaña por el aborto legal en los medios de comunicación.
Parece una reacción desesperada en un momento en el que el catolicismo está perdiendo tracción, ya sea por la abrumadora inserción del evangelismo en América Latina, los mayores índices de ateísmo o por el descrédito por numerosos casos de abuso sexual.
De manera non sancta, la Iglesia argentina echó a andar una maniobra frontal para influir en el Senado. Y triunfó, aunque de manera temporal. Hay toda una generación de argentinas y argentinos, muchos de los cuales podrán votar en las elecciones presidenciales y legislativas de 2019, cuando se podrá volver a discutir la legalización del aborto seguro en el Congreso.
En la trasnoche, con la desazón de la derrota, más de un millón de mujeres con los pañuelos verdes de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito empezaron a caminar en una peregrinación nocturna. Para ellas el verde se convirtió en un símbolo de identidad política del rechazo a la invisibilización histórica de las demandas de las mujeres y la diversidad sexual. “Ahora que sí nos ven”, cantaban.
Ahora nadie puede dejar de verlas: pese al voto negativo del Senado, el movimiento de mujeres en Argentina se ha convertido en una de las fuerzas políticas con más arrastre popular al tiempo que desnudó una crisis de representación política generacional: personas menores de 30 años no pueden ser senadoras por la reglamentación legislativa, pero es justamente la cámara más determinante para decidir sobre las vidas de las mujeres en edad reproductiva.
Aunque la aprobación de una norma requiera los mecanismos institucionales, la revolución feminista en América Latina no depende de la política clásica. Y, por lo tanto, la derrota normativa no puede sofocar un movimiento que estalló el 3 de junio de 2015, el día de la marcha convocada por el colectivo Ni Una Menos contra la violencia de género, que se expandió por el continente y promovió el paro mundial del 8 de marzo de 2017 y 2018.
A pesar del frío y la lluvia, miles de argentinas coparon las calles en una vigilia. Cuando se supo el resultado de la votación, nos abrazamos y lloramos. Pero no se perdieron las esperanzas. En Uruguay, donde el aborto es legal desde 2012, la ley fue vetada la primera vez que se intentó pasar, en 2008.
Hoy, el futuro es irreversiblemente feminista. Pero esa tendencia debe estar acompañada de acciones que garanticen el éxito de la ley por el aborto legal, seguro y gratuito el próximo año.
La ley se debe instalar en el centro de las elecciones de 2019 y recordar los nombres de los legisladores (se elegirán 130 diputados nacionales y 24 senadores nacionales) que rechazaron el proyecto para que no sean votados. También, se debe promover que más feministas lleguen a cargos de representación política y dejar en claro que para formar parte del movimiento de mujeres se tiene que defender el derecho a decidir.
Pero para darle voz a la diversidad, los medios de comunicación tendrían que incluir a más mujeres y trans con compromiso de género entre sus columnistas en diarios y en espacios centrales de la televisión. Al mismo tiempo, el movimiento feminista debe unirse en torno a los liderazgos que puedan articular un movimiento popular, masivo, democrático y que puedan ocupar lugares de peso en la opinión pública. Ese movimiento debe respaldar a los profesionales de la salud que pese a los obstáculos siguen realizando abortos y pedir de manera permanente y férrea que se enseñe educación sexual en las escuelas.
El Senado, anquilosado y demasiado cerca de la Iglesia, se negó a escuchar un reclamo popular que se escuchaba en la calle y que salvaría la vida de decenas de mujeres. Pero las feministas, las jóvenes y las de todas las generaciones, no dejaremos de tomar la calle y de reclamar un derecho tan básico como poder decidir sobre nuestros cuerpos.
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