Ana Ojeda
Habitar la vejez
Con
un lenguaje desbordante y poético, mediante epifanías lúdicas e
intensas, Ana Ojeda logra plasmar en Mosca blanca, mosca muerta, un
retrato de la vejez que cuestiona el estereotipo de las sociedades de
consumo.
Las
únicas etapas de la vida dignas de exaltación en una cultura como la
nuestra parecieran ser la niñez y la juventud. La vejez, solo carga con
algo positivo en la medida en que conserve algo de esa misma juventud
ya perdida, de modo que pueda ser negada de manera superficial o
postergada lo suficiente como para dar la ilusión de que se puede por
fin eludirla. Si los viejos manifiestan los mismo deseos,decía Simone de
Beauvoir, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los
jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor,los celos parecen odiosos o
ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Estos temas
son los que aborda Ana Ojeda en Mosca blanca, mosca muerta, su nueva
novela; y lo hace a partir de un trabajo minucioso, poético, desbordante
con el lenguaje, donde significado y sentido se entrelazan para generar
pequeños núcleos narrativos y hacerlos estallar en mínimas historias a
modo de actos de lucidez donde el pasado y el presente se encuentran por
medio de una voz que dialoga consigo misma. Al fin y al cabo la
conciencia es dialógica. “Las lenguas se me re dan, re bien, es como un
talento que tengo desarrollado muy superior. Soy una putilla
lingüística, de postre. Yo te escucho un vocablo y la palatal se me
queda pegada para siempre en el yunque, nunca más me la olvido”, dice la
narradora, Oana Ban, una mujer muy particular que ha superado los
ochenta años. Una pregunta simple surge inmediatamente y sólo será
posible responderla en un plano hipotético con el correr de las páginas:
¿Desde qué lugar surge esta voz tan arrolladora? Basta comenzar a leer
el libro para sentir que algo se tensa hasta quebrarse. Habitar la
conciencia de Oana Ban, eso es lo que propone la autora de Falso
Contacto. El lugar físico donde se encuentra la mujer es posible
reponerlo a partir de pequeños guiños que la narradora va dejando
conforme pasan los capítulos. Quizá Oana Ban no reconozca a su propia
hija cuando va a visitarla, sí; pero ¿adónde? Desentrañarlo ahora le
quitaría uno de los tantos atractivos que tiene la novela. Mediante la
técnica del monólogo interior, Mosca blanca, mosca muerta propone un
universo narrativo dividido en dos, por un lado lo que sería el plano de
la realidad y por el otro, la introspección de una mujer que, mediante
el lenguaje se ha replegado sobre sí misma, liberando algo más que
simples recuerdos. Y acá es donde estriba la mayor virtud de Ana
Ojeda,su originalidad en esta novela: todo lo que cuenta es tan
relevante como lo que permite pensar al lector sobre la imagen de la
vejez que nos ha inculcado la cultura del consumo. Su apuesta es dar
vuelta al revés el arquetipo de la vejez que se sienta a recordar
tiempos remotos con esa melancolía que repele a los jóvenes por
considerarlas repetitivas o pasadas de moda. El mundo interior de esta
anciana sorprende por su vitalidad en el más cabal sentido del término.
Su propia hija quedaría estupefacta si fuera capaz de pasear por la
mente de su madre anciana. Una Oana Ban que, dicho sea de paso, tiene
poco de instinto materno, si es que eso existió alguna vez. Se trata de
una niña que ha envejecido, simplemente. Egocéntrica, por momentos;
acaso como son todos los héroes de sus propias historias, cínica y con
un sentido del humor recalcitrante, su modo de recordar el pasado tiene
la hilaridad propia de una locura poética. Ha vivido, o mejor: es una
sobreviviente de su propia historia y por eso mismo es inmune a los
arrebatos del prejuicio. No tiene un policía en la mente y es capaz de
vivir cualquier tipo de fantasía. “La entretención que cabalgamos, muy
total, obtura el sonido de las llaves en la puerta. Desprevenidos
aparecemos antes la mirada recriminatoria de Mirinda (su hija, Miranda),
tarada de la vida, como ante la Ley. Congelados, nos volvemos piedra.
Un segundo, dos. No se necesita más: panzas flojas y estriadas, pechos
flácidos, colgajos, celulitis, cayos, pieles duras, pelos que faltan en
algunos lugares y sobran en otros, uñas gruesas, amarillas como garras,
huesos artrósicos vuelven, afloran, se abren paso, rasgando el delicado
velo de la fantasía maravillosa”, dice Oana mientras recrea la escena de
un trío sexual con Carlín y el llamado Hermoso, dos hombres mayores que
conoció en un gimnasio. Dividido en doce capítulos y una Exordia que
contiene un alto vuelo lírico, Mosca blanca, mosca muerta sorprende por
la red de tramas que se entretejen y las técnicas literarias que pone en
funcionamiento. Por ejemplo, un desdoblamiento en tercera persona cada
vez que se imponen los recuerdos, como ocurre cuando se atraviesan
ciertas experiencias muy intensas y uno se ve vivirlas, algo así como un
alejamiento de sí mismo. Porque Oana se habla, recuerda o divaga -da
igual- acerca de la niña que fue en el barrio de Boedo, la ilusión de
convertirse en bailarina del Colón, de su padre al que llama Pater y
es un personaje memorable como La Madre y sus hermanos, que son varios,
y andan sueltos como satélites en la órbita del lenguaje. Porque al fin
y al cabo todo se reduce a esto: contar para seguir viviendo, a reírse
de las prótesis dentales y el temor al torno o los achaques del cuerpo,
contar sin nostalgia como quien ha organizado una fiesta para sí misma,
decir “adolescencia” y volver al Colegio Nacional para rescatar de entre
los escombros de las palabras a un montón de personas que pasaron por
su vida.
No es muy frecuente la literatura que revindica la vejez desde un
lugar tan novedoso. Mosca blanca, mosca muerta pertenece a esa
excepción.
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