Aborto, Iglesia y gobiernos “progresistas”
No es cierto que penalizando la interrupción del embarazo se impida abortar a la mujer. A las mujeres no se nos puede impedir que abortemos. No he conocido a ninguna mujer que, decidida a hacerlo, no lo haya hecho. Conocemos, eso sí, aquí, en Argentina y en cualquier otro lugar, muchachas que han perdido el útero, mujeres desangradas, mutiladas e incluso muertas. La cuestión no es si la mujer aborta o no. La mujer aborta, punto. Sea católica, musulmana, judía, pobre, rica, joven, madura, monja o mediopensionista. La cuestión es cómo lo hace, en qué condiciones. En cuanto a las niñas, el asunto es feroz, porque se las obliga a parir. Con diez, doce, catorce años. Se las obliga a gestar y a parir, en la inmensa mayoría de los casos tras sufrir violaciones. Y a eso le llaman pro-vida.
Así pues, siendo lo anterior innegable en el caso de las mujeres más o menos adultas, queda meridianamente claro de qué va la negativa a legalizar el aborto: No se trata de impedir que interrumpan su embarazo, sino de un castigo contra la mujer por el simple hecho de reclamarse soberana de su cuerpo, de exigir el manejo de su propia maternidad, su autonomía a la hora de ser.
A nadie se le escapa que en el centro de todo este asunto se encuentra la Iglesia. La Iglesia católica, en el caso de España y Argentina, cuyo Senado acaba de rechazar la despenalización del aborto. La capacidad de repartir prebendas, de lobby, la penetración de los partidos políticos y las instituciones públicas por parte de la Iglesia es la herramienta. Pero en el caso de España, muy en particular en su labor “educativa”. Como ya expliqué en un artículo aquí mismo, en España hay alrededor de 4.000 centros privados concertados. De ellos, el 65% pertenecen a la Iglesia católica. Esto supone que más de un millón de escolares se forman cada año en dichas instituciones. O sea, que se forman en un relato que no solo castiga el hecho de ser mujer (Eva, origen de la mujer, es culpable de todos los males y la virginidad es la madre de todas las virtudes) sino que adoctrina en la afirmación de que la posibilidad de que una mujer decida sobre su propio cuerpo y sobre su maternidad es una abominación y va contra la vida. No entraré a discutir qué entiende esa gente por “vida”, pero sí que mientras millones de ciudadanos y ciudadanas alcancen la edad adulta habiendo sido de tal manera adoctrinados, la lucha por los derechos de la mujer es un camino extraordinariamente difícil y frustrante.
Alguien podría argumentar que cada familia tiene derecho a que sus hijos se eduquen según los criterios que les venga en gana. Por supuesto que no, ya que una sociedad debería impedir que la educación perpetúe discriminaciones, y en el caso de la Iglesia católica la discriminación de la mujer, así como de toda opción sexual diferente de la heterosexualidad, es palmaria. Pero más allá de eso, y mucho peor, debemos plantearnos con urgencia los más de 4.000 millones y medio de euros que el Estado destina a la Iglesia católica en concepto de “educación”. Mientras el Estado sufrague la educación en la desigualdad, la discriminación y la penalización de la mujer por ser mujer en general, y por hacer el uso de su cuerpo que le venga en gana en particular, mientras esto siga siendo así, la vida de las mujeres corre peligro, y es una vida peor, más ardua y dolorosa que la de los hombres.
Los mismos gobiernos (en este caso los socialistas) que dicen apoyar la despenalización del aborto son los que siguen hinchando las arcas católicas para que eduquen a la ciudadanía del futuro en lo contrario. ¿Para qué? Pues como ya es evidente que la mujer que quiere abortar, aborta, lo hacen como forma de castigo. Los gobiernos conservadores y las instituciones religiosas, sí, pero también aquellos que siguen nutriendo de dinero a la bestia.
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