domingo, 17 de junio de 2012

Fútbol, hormonas al ataque

Afecta a las hormonas sexuales, a la neuroquímica del estrés y al estado de ánimo. El fútbol engancha, es un acto social ligado al origen del ser humano y al tribalismo porque aúna la recompensa de la caza con tres necesidades: defender un territorio, identificarse con un grupo y competir con otros

El deporte rey mueve a millones de personas, como se está viendo este mes con motivo de la Eurocopa y como sucede con cualquier gran partido. El último Barça-Madrid, por ejemplo, fue visto por más de 14 millones de espectadores en España, casi un 30% de la población española, y por unos 400 millones de espectadores en todo el mundo, el 5% de toda la población mundial.
Para hacernos una idea comparativa, la última edición de los Oscar consiguió reunir ante la pantalla a casi 40 millones de estadounidenses, lo que representa sólo el 13% de la población de ese país. Hay quien opina que el enorme interés y pasión que despiertan los deportes de equipo, especialmente el fútbol, son exagerados; que se trata de fenómenos acaparadores y mediáticos, y que el incombustible recital de fondo de los comentaristas deportivos los domingos por la tarde en la mayor parte de emisoras radiofónicas es realmente antipático. Sin embargo, lo cierto es que el fútbol gusta a mucha gente, mueve grandes sumas de dinero y despierta potentes emociones. No hay duda, constituye un gran espectáculo. ¿Por qué ese interés casi universal por el fútbol? Aparte de aspectos culturales que enfatizan la atracción que sentimos por este deporte espectáculo, ¿cuál es el origen básico de la pasión por las confrontaciones deportivas? ¿Qué le sucede al cerebro cuando uno juega o mira un partido?

Cambios en el cerebro y el resto del organismo El fútbol afecta a las hormonas sexuales, a la neuroquímica del estrés y de las emociones y al estado de ánimo. Las razones del éxito del fútbol son muchas, desde motivos culturales y económicos a puramente biológicos. De las razones económicas se habla especialmente durante las épocas de traspasos y fichajes. Y las razones culturales se restringen, posiblemente, a transmitir la preferencia por este deporte de equipo en lugar de otro potencialmente equivalente. Pero nuestra biología también promueve ese interés por los deportes de equipo, entre los cuales el fútbol es el rey en muchos países. Para empezar, durante los partidos los jugadores sufren cambios en los niveles sanguíneos de testosterona y otros andrógenos, unas hormonas sexuales predominantemente masculinas que, aparte de regular las funciones reproductoras y la conducta sexual, tienen un importante papel en la modulación de la agresión, entre otras muchas otras repercusiones sobre el organismo. Antes de la competición ya se da un ligero incremento de la testosterona y otros andrógenos, una reacción fisiológica anticipativa cuyo objetivo es preparar al organismo para que cuente con los recursos energéticos apropiados.

Las competiciones deportivas también afectan a los sistemas neurohormonales del estrés; la mayoría de jugadores reacciona con un aumento de cortisol antes y durante el partido, aunque en este caso al finalizar la contienda esta hormona vuelve progresivamente al nivel de base. En algunos estudios se ha observado que los deportistas de élite tienen niveles de cortisol más bajos, el cual tiende a disminuir a medida que transcurre la temporada deportiva, como si se fueran desestresando. Esto indica también que la constitución biológica de cada persona condiciona su éxito deportivo, no sólo el aspecto físico –fuerza, resistencia, velocidad, agilidad...– sino también el “mental”. En este sentido, se han relacionado diversos genes con el éxito potencial de los deportistas de élite. La mayoría afecta al metabolismo energético o a la constitución de las fibras musculares, pero también los hay implicados en funciones cerebrales. Finalmente, si ganan el partido, aumenta el nivel de serotonina, una sustancia que utilizan las neuronas para comunicarse y que promueve sensaciones satisfactorias, tanto de euforia como de aumento de la autoestima, entre otros efectos. Pero sin duda lo más curioso sea que los espectadores de los partidos también muestran estas respuestas neurohormonales, aunque en menor grado, respuestas que se acompañan de modificaciones en la activación de las áreas cerebrales relacionadas con la agresividad (como la amígdala cerebral) y las que modulan la misma, como la corteza cerebral prefrontal.

Instinto cazador ¿Por qué se dan estos cambios biológicos? La explicación reside, al menos en parte, en tres factores vinculados a la historia de nuestra especie. Uno, la conservación de caracteres juveniles en las personas adultas. Dos, nuestro largo pasado como cazadores recolectores y tres, el tribalismo.

Los seres humanos presentamos una serie de rasgos juveniles en la edad adulta, unas características que todos los demás primates vivos pierden durante la pubertad, como por ejemplo ciertos rasgos anatómicos como la forma redondeada del cráneo y la ausencia de arcos superciliares (por encima de las cejas); rasgos cerebrales, como una elevada plasticidad neuronal a lo largo de la vida en ciertas áreas de asociación, y rasgos conductuales, como la persistencia del juego y la curiosidad durante toda la vida. En este sentido, todos los mamíferos juegan durante la infancia, lo que les prepara para su supervivencia posterior, pero el ser humano es, de largo, el que más disfruta con el juego durante la edad adulta, así como con la curiosidad y con la exploración. Y el fútbol es, sin duda, divertido.
Además, los seres humanos y nuestros antepasados hemos vivido como cazadores recolectores por lo menos durante los últimos dos millones de años. La adaptación a la caza promovió en nuestra especie una “psicología de carnívoro” en la que el propio acto de depredación se convirtió en sí mismo en satisfactorio y placentero y por ello atractivo a llevarlo a cabo y repetirlo (en psicología a este fenómeno se le denomina recompensa). Esta psicología está mediada por la activación del sistema de neurotransmisión dopaminérgico, el mismo responsable de las situaciones que proporcionan estados emocionales positivos. Cualquier propietario de perros o gatos ha tenido la oportunidad de observar cómo disfrutan dichos animales con el acto de depredación, aunque no suponga la obtención de alimento. En el ser humano, a pesar de nuestra elevada inteligencia y capacidad simbólica, siguen operando dichos mecanismos básicos. En este contexto, el sistema de caza de nuestros parientes más próximos, chimpancés y bonobos, recuerda a las estrategias que siguen los jugadores de un equipo deportivo. Si por ejemplo un grupo de chimpancés intenta cazar a un mono encaramado en un árbol, mientras uno de los machos empieza a subir al árbol donde se encuentra la presa potencial, el resto de los machos se coloca en los troncos y ramas de los árboles adyacentes, bloqueando cualquier escapatoria. Según el etólogo Desmond Morris, muchos deportes, tanto de tiro como de equipo, son sustitutos simbólicos de la caza, capaces de producir los mismos cambios neurohormonales. En el fútbol los jugadores persiguen una presa simbólica, la pelota, colaborando entre sí como un grupo de cazadores para conseguir un objetivo común, que en este caso no es capturar la presa sino marcar un gol en la portería contraria.

Además, esto sucede con independencia de la cultura de cada grupo humano, como demuestra un trabajo reciente en el que se han comparado los cambios de testosterona en hombres de EE.UU. cuando jugaban a fútbol con los de hombres tsimano, una etnia recolectora y agricultora del Amazonas boliviano, que no habían tenido contacto previo con este deporte. Se eligió a este grupo humano por un motivo muy concreto: su nivel de testosterona es mucho más bajo que el de las personas que viven en países industrializados, posiblemente porque un nivel alto de testosterona incrementa la susceptibilidad a padecer infecciones; y puesto que los hombres tsimano, por sus condiciones de vida, están más expuestos a los daños provocados por infecciones, este nivel más bajo de testosterona les proporciona una importante ventaja selectiva. Pues bien, en los jugadores de ambos grupos humanos la testosterona se incrementó un 30% mientras jugaban a fútbol, y se mantuvo un 15% más elevada durante un tiempo después de finalizar el partido. Estos incrementos puntuales de testosterona también son favorecidos por la selección natural, al conllevar beneficios en las funciones reproductoras y la conducta sexual, sin los peligros que entrañarían niveles altos de esta hormona, que haría aumentar la susceptibilidad a sufrir infecciones.

Instinto territorial: la ventaja de jugar en casa Todo lo dicho puede explicar, en parte, por qué disfrutan los jugadores. Pero, ¿cómo explicar el éxito de los deportes de pelota en general y del fútbol en particular entre los espectadores, que no participan directamente en el juego? Tal vez parte de la explicación resida en el tribalismo. Nuestra especie y las que la precedieron han vivido en pequeñas bandas o tribus, que competían entre sí. Tenemos una predisposición genética a la necesidad de pertenecer a un grupo e identificarnos con él porque ello aumenta las posibilidades de supervivencia (en comparación a si viviéramos solos). En el ser humano moderno, las tribus serían las naciones, grupos lingüísticos, grupos profesionales, ideologías, religiones y, también, equipos deportivos. De hecho, los equipos de fútbol suelen identificarse a menudo con una nación o comunidad y promueven la pertenencia a un grupo. Cuando los jugadores ganan, también lo hacen sus hinchas; cuando la testosterona y la serotonina de los jugadores aumentan tras la victoria, lo mismo les ocurre a sus seguidores, lo que acaba, por otros mecanismos también existentes en el cerebro ligados en parte con la empatía social, produciendo emociones satisfactorias compartidas, tanto de euforia como de autoestima.

En el lado opuesto, los individuos derrotados experimentan después del partido una disminución de testosterona y serotonina, y esas oscilaciones, aunque transitorias y relativamente breves, pueden durar varios días. Los mismos cambios neurohormonales se producen en circunstancias en que varía el estatus social, y se ha demostrado que en los animales están claramente asociados con el nivel de dominancia social dentro del grupo. De hecho, también los humanos enfatizamos a nuestros jugadores y los premiamos y situamos en lo más alto de la escala social. En conjunción con todos los anteriores cambios hormonales, transitorios, breves y menos evidentes en las mujeres, el estado de ánimo fluctúa. De todos es conocido que las victorias y las derrotas influyen mucho sobre el ánimo.
Este mismo tribalismo explica también la ventaja de jugar en casa, puesto que los jugadores del equipo local deben defender su territorio. Se ha detectado que los niveles de cortisol son más elevados en los jugadores locales que en los visitantes, lo que facilita que la energía necesaria para los músculos se movilice de forma más rápida. También aumenta la tasa respiratoria, se aceleran los latidos del corazón y aumenta la presión sanguínea para posibilitar un transporte del oxígeno y de los nutrientes con gran celeridad. De igual forma, los sentidos de los jugadores se agudizan, mejorando la atención y la capacidad para almacenar la información. En cambio, los jugadores del equipo visitante presentan valores inferiores de esta hormona, lo cual podría comprometer una adecuada movilización de los recursos energéticos que se tienen que implementar para solventar con éxito el partido. De forma añadida, los jugadores locales confían más en sí mismos, mientras que los jugadores que juegan fuera de casa muestran niveles de ansiedad más elevados, hechos que sin duda se traducen en el estilo de juego. De este modo, el dato estadístico de que los 1 salen más en las quinielas parece tener una explicación, en parte, neurobiológica.

Mujeres, hombres y prensa rosa

La conexión del fútbol con el combate puede palparse atendiendo al sexo. Aunque las mujeres se han afiliado recientemente a la pasión futbolística, hasta hace poco era una afición más propia de los hombres, como cabe esperar por diferencias cerebrales que predisponen al hombre a más interés por el combate. Durante la infancia ya es palpable cómo los niños muestran más interés por el futbol que las niñas. Las mujeres se muestran interesadas en otro tipo de combates y estrategias.
Es posible afirmar que el fútbol se puede considerar desde el punto de vista fisiológico, un tipo de lucha, aunque lúdica, ritualizada y reglada culturalmente. Así se obtienen resultados pero se evitan los desafíos excesivos y el derramamiento de sangre. Un combate ritual suavizado por las reglas, pero que no deja de ser un duelo derivado de los mismos sustratos biológicos de la agresión, implicados en los combates reales o los torneos, presentes en todas las culturas (también en los animales), y cuya expresión más sofisticada serían las confrontaciones dialécticas.
Los humanos aún precisamos de costumbres para medir fuerzas en combates ficticios y dar muestras claras del dominio o la importancia social y política que ocupa el grupo al que se pertenece. Por eso se contrata y se paga mucho por tener a los mejores competidores y se hace publicidad clara de sus aptitudes y cualidades para amedrentar a los contrincantes.
En nuestra cultura, el fútbol es el torneo por excelencia, aunque tenga intereses sociales añadidos y por eso también sea acogido con agrado por la prensa rosa. ¡Tenemos fútbol para rato!

El hombre que obligó a cambiar los manuales de psicología

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David Rosenhan
Foto: Cortesía de los Archivos de la Stanford Law School.
En 1969, el psicólogo David Rosenhan y un grupo de siete voluntarios perfectamente cuerdos se presentaron en las oficinas de admisión de 12 instituciones mentales en Estados Unidos.
Usando identidades falsas, y pretendiendo tener síntomas que no tenían, todos lograron hacerse internar como pacientes.
No se trató de una broma del día de los inocentes, estos falsos dementes comandados por Rosenhan tenían una misión: cuestionar la capacidad de la psiquiatría de distinguir entre la locura y la cordura.
En la entrevista de admisión, los pseudopacientes aseguraron escuchar ruidos, luego voces. Pero una vez adentro, abandonaron sus síntomas y comenzaron a comportarse de manera normal.
"Para David, un científico es alguien que mira a su campo de estudio con escepticismo y ve cuáles son los problemas. Su temor era que la gente resultara dañada por la psiquiatría", le dijo a la BBC Florence Keller, psicóloga clínica y amiga de Rosenhan.

Impostores

Durante su estadía en el hospital para enfermos mentales, Rosenhan fue tomando notas sobre su experiencia. El siguiente, es un extracto de su diario:
"Yo me sentía incómodo, no sabía dónde estaba el baño, donde iba a dormir o dónde estaban mis cosas. ¿Qué es lo que hace uno aquí?, me pregunté. ¿Hay algún teléfono? ¿Puedo llamar a mi esposa y a mis hijos? ¿Cuándo voy a ver a un médico?"
Diario de David Rosenhan
"El asistente me llevó a una sala y señalando una silla me dijo: 'Te perdiste la cena pero te buscaré algo para comer. Siéntate donde quieras', y se marchó. Esperé más de una hora y media. A eso de las 18.15 llegó otro asistente con una bandeja. 'Esta es tu cena', dijo, y se fue".
"Yo me sentía incómodo, no sabía dónde estaba el baño, donde iba a dormir o dónde estaban mis cosas. ¿Qué es lo que hace uno aquí?, me pregunté. ¿Hay algún teléfono? ¿Puedo llamar a mi esposa y a mis hijos? ¿Cuándo voy a ver a un médico? (....) Tuve que esperar hasta las 22.45 para que un asistente me muestre donde iba a dormir. Me prestaron muy poca atención, como si no existiese".
De hecho, según explicó Rosenhan en el estudio que publicó posteriormente en la revista Science -titulado On being sane in insane places-, el personal sólo estuvo en contacto con los pseudopacientes internados un promedio de 6 minutos al día.
Y a pesar de que Rosenham les dijo a sus médicos que ya se sentía mejor y que quería irse, lo retuvieron allí durante 52 días.
En promedio todos los pacientes del grupo de Rosenham permanecieron internados por un total de 19 días. Pero, lo más llamativo, es que ningún miembro del personal se dio cuenta de que eran impostores.

La clave está en el contexto

Hospital St. Elizabeth
El hospital St. Elizabeth en Washington albergó a uno de los pseudopacientes.
"Lo más interesante del estudio es cómo el contexto informa todo", explica Keller. "Si ves un hombre con un arma asumes inmediatamente que es un criminal. Si el contexto es un estudio de cine y a su alrededor hay cámaras, el contexto indica que el hombre es un actor".
"Para David, el contexto de una clínica psiquiátrica hace que cualquiera que sea un paciente parezca sufrir alguna patología. O, que un comportamiento que parece completamente normal en la casa o en la ofiicna parezca el síntoma de un desorden cuando se lo observa en un hospital", añade Keller.
Curiosamente, aunque los médicos no notaron nada inusual en los pseudopacientes, los auténticos pacientes sí notaron la diferencia.
"Algunos decían cosas como 'tú no estás loco, tú debes ser un maestro, un periodista o algo así. Tú debes estar estudiando este hospital", cuenta Hank O'Laura un alumno de Rosenham que en ese momento tenía 19 años.
Cuando los médicos le dieron el alta a Rosenhan y al resto de los que participaron en el experimento, lo hicieron diciendo que los pacientes estaban mejor, pero dejando en claro que no estaban curados.
Esto quiere decir que la supuesta esquizofrenia se mostraba en remisión, pero que continuaba en estado latente.

Cambios fundamentales

"Para David, el contexto de una clínica psiquiátrica hace que cualquiera que sea un paciente parezca sufrir alguna patología. "
Florence Keller, psicóloga clínica y amiga de Rosenhan
Cuando Rosenhan publicó los resultados de su investigación en 1973 fue como si alguien hubiese lanzado una bomba contra el establishment de la psiquiatría. El público quedó fascinado, y los profesionales de salud mental lo odiaron. El estudio fue duramente criticado por su metodología y por sus conclusiones.
Rosenhan fue acusado de usar engaños y trampas, y las autoridades de uno de los hospitales lo desafió a que enviase todos los pseudopacientes que quisiera, asegurándole que reconocería a todos.
El médico accedió. Cuando el experimento finalizó, el hospital con orgullo dijo haber reconocido a los 41 impostores.
Pero lo cierto es que Rosenhan no había enviado a ninguno.
Más allá del revuelo que causó, el experimento logró que se reescribiese el manual de diagnóstico psicológico en Estados Unidos y que se reevaluara la relación médico-paciente en las instituciones mentales.
Rosenhan continuó enseñando psicología hasta su muerte, en febrero de este año.