miércoles, 29 de agosto de 2018

CUENTO DE FIN DE VERANO


Bájate las bragas

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Imagen: Film4.
Este relato forma parte de nuestro libro Tócate.
Estoy en la cocina. Azulejos de color celeste que nunca me gustaron. Mesada de mármol. Pila de aluminio. Abro la nevera. Hora del almuerzo. Dos tomates y un pepino. No hay más. Los miro con una sensación parecida al desánimo y me consuelo pensando en el pan congelado que, rociado con aceite de oliva virgen extra, dará cierta contundencia a un menú de solitaria que se está repitiendo con excesiva frecuencia. Mientras cojo los tomates con una mano y empuño el pepino con la otra me pregunto por el significado de excesiva y de frecuencia. Hay otras preguntas que surcan el aire. Las aparco. Lavo los tomates. Noto la piel dura contra la palma. La temperatura. Los seco con el trapo de cocina que, todavía con las manos húmedas, extraigo del primer cajón del mueble de madera que hay junto al lavavajillas. Los abro por la mitad. El jugo se desparrama sobre el mármol junto a las pepitas. Entonces agarro el pepino. Demasiado grande para mí sola, pienso. Pero si dejo la mitad en la nevera acabaré por tirarlo. Decido comérmelo entero. Quizás me queda alguna lata de atún. Miro en la despensa y bingo. Pongo a tostar el pan. Me encanta el olor del pan tostado. Abro la lata de atún. Me mancho. Me cago en todo. Es un vestido del color de los azulejos que me he puesto esta mañana. De los pocos frescos y bonitos que tengo para andar por casa. Me ha saltado aceite justo en el escote. Suerte que no me he puesto sujetador. Detesto los lamparones de aceite. En fin.
Pelo el pepino. Le dejo algunos trozos de piel. Dicen que así no repite. No sé si es cierto. A mí me funciona. Justo cuanto voy a cortar la primera rodaja, me suena el móvil. Por norma general no contesto cuando como ni cuando estoy a punto de comer, pero el número desde el que llaman me resulta extraño y siento curiosidad. Tampoco me va de un rato. Es sábado. No tengo nada mejor que hacer. «¿Diga?». «Bájate las bragas».
Cuelgo deprisa. Como si quien ha llamado me estuviera viendo. Como si me estuviera espiando. Voz de mujer. Una voz desconocida y aterciopelada. Una voz imperativa. Decidida. Una voz que me ha calentado como hace tiempo que no me calienta nada ni nadie. La gente es tan previsible en general. Tan poco osada.
Me apoyo contra el mármol. Me subo poco a poco el vestido con la punta del pepino. Me moriría de vergüenza si alguien me viera. O quizás me gustaría que alguien me viera. Lo que no me gusta es la palabra pepino. Pienso en las muchas ventajas que tiene la vida en solitario. Con la punta del pepino me aparto las bragas hacia un lado. Me excita notar la frialdad, la piel rugosa. Entonces recuerdo la orden, «bájate las bragas». Obedezco. Solo me las bajo un poco. Hasta dejar al descubierto el pubis, las nalgas. Me acaricio, primero de a poco, después más deprisa. Cierro los ojos y me acuerdo de aquella vez en que un egipcio me pintaba los ojos en un comercio lleno de pequeñas botellas de perfume, de su cuerpo envuelto en una túnica marrón y de la erección con la que me empujaba mientras me miraba a los ojos y me los delineaba con un pincel untado de kohl en aquel silencio de aromas mezclados, suspendidos bajo un atardecer que El Cairo consiguió grabarme en la memoria corporal. Me corro. Me limpio con la palma de la mano. Soy una cerda, pienso, porque no voy a lavarme y porque tampoco voy a lavar el pepino. Así, tal como está, voy a cortarlo para la ensalada, a mezclarlo con el tomate, a rociarlo de aceite y atún, a metérmelo en la boca y a tragármelo todo.
Fin de la historia, creo yo, una vez termino de almorzar y me tumbo en el sofá a dormitar un rato. Pero no. La llamada vuelve a mi cabeza y la intriga es inevitable. ¿Ha sido un número al azar? ¿Se trata de alguien que me conoce? ¿Una que quiere conocerme? ¿Cómo sabe mi número? ¿Quién? ¿Por qué me ha puesto a mil?
Intento deducir el tipo de mujer por la voz. Quizás, más que deducirlo, imagino lo que deseo. Morena, seguro. Solo me ponen las morenas. Boca generosa. Pechos grandes. Estatura media. No demasiado delgada. Femenina, pero al estilo lésbico: no para gustar a hombres ni a mujeres heterosexuales. Exclusivamente bollo. Joven, pero no tanto. La experiencia es un grado y, puesta a soñar, para qué limitarme. Desinhibida, pero con la típica timidez de quien prefiere una llamada anónima a una red de contactos. ¿Se habrá hecho una paja también ella? Puedo imaginarla, claro. Estamos en primavera, así que va ligera de ropa. Quizás unos shorts y una camisa bastante transparente. Sin ropa interior. Tras la llamada sonríe. Comprende su éxito. Mejor dicho, lo intuye. ¿Volverá a llamar? ¿Cuándo?
Lo único que me ha dicho es «bájate las bragas». Si por lo menos me hubiese llamado por mi nombre… «Andrea, bájate las bragas». Pero no. El colmo de la brevedad. No puedo averiguar si sabe quién soy, si me ha llamado a mí o a cualquiera.
Cojo el móvil, miro las llamadas recibidas. Reviso el número de teléfono. No me suena de nada. Lo agendo para ver si tiene WhatsApp. Tiene. La foto es una mierda de cactus. ¿Un cactus? ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere decir? ¿Soy huraña? ¿Soy de México? ¿Bióloga? ¿Rara que te cagas? ¿No vas tener puta idea de quién soy a menos que me llames?
Me duermo un rato. Quiero estar descansada para mi cita de esta noche. Una rubia hot que me presentaron el lunes unas amigas que están hartas de tenerme soltera. «Necesitas una amante, Andrea. Estás insoportable. Esta chica te va a encantar. Pon algo de tu parte, en serio, ya va siendo hora de que olvides a la tarada». Con el término «tarada» mis adorables amigas se refieren a una tipa con la que mantuve una relación absurda durante algún tiempo.
¿Qué me pongo? Concéntrate en la ropa interior, Andrea, me digo. Y reza por que ella haga otro tanto. Por fuera de negro, por dentro de azul noche. La gama del deseo de hoy. Me miro al espejo por enésima vez antes de salir.  Allá vamos.
Cuando llego al restaurante la rubia me está esperando. Vestida para matar. Cruce de piernas fastuoso con túnel hacia el centro metafórico de su cuerpo, falda corta de color tostado, tobillos aupados en sandalias con plataforma, camisa blanca con gemelos y con un escote en apariencia casual que deja entrever un sostén de encaje granate que, si no me equivoco, le queda algo pequeño y termina muy cerca de sus pezones. Si no fuera rubia sería perfecta; sonrío, le digo que no se levante para saludarme pero ya lo ha hecho, le rodeo la cintura para dirigir un beso muy cerca de su boca que ella mueve para encontrar la mía y humedecerla con una sutil apertura de los labios. Tiene claro a lo que hemos venido. No se anda con rodeos. No voy a permitir que me cohíba.
Asisto maravillada a su manera sexual de empuñar los cubiertos, de llevarse la comida a la boca, de chupar la cuchara del postre, de mirarme mientras lo hace y darme a entender que está lamiendo otra cosa.
A la noche, ya en su casa, en una cama de sábanas de lino sin duda planchadas para la ocasión, música de jazz clásico, las no menos de treinta velas encendidas mientras desaparezco un momento en el lavabo, los aceites de masajes en la mesita de noche al alcance de la mano, la sonrisa que todo lo pide y todo lo da, allí y en ese ambiente, ofrezco el do de pecho con la frase telefónica de la mañana en la cabeza, que me excita y estimula sin que yo lo quiera e incluso sin que lo acepte. La rubia tiene las nalgas duras y redondas. Le digo «bájate las bragas». Lo hace como si hubiese esperado que se lo pidiera. Antes le he quitado el sostén que, en efecto, resultaba demasiado pequeño para sus pechos, que he lamido con una gula evidente. Me monto en sus nalgas. Gime. Le tapo la boca con una mano mientas con la otra entro en ella. Me muerde los dedos, los aparto dolorida, pero es ella quien grita. Se ha corrido. Su pelo rubio huele a frutas. Su sudor a resina. Su espalda a tierra mojada. Suspiro. Muevo mi sexo entre sus nalgas. Entonces me corro yo. Horas después, nos dormimos agotadas.
Le beso los hombros cuando nos despertamos. Coloco la cara entre sus senos. La respiro. Ella suspira. La toco. Está empapada. Le abro las piernas con mis pies. Tanto como puedo. La penetro. Se mueve al ritmo de mi deseo. Me deslizo al ritmo del suyo. Me penetra. Y estando así, una dentro de la otra, rozándose con precisión nuestros cuerpos, tenemos un orgasmo común y salvaje.
Mientras me hace el desayuno me pregunto cuánto tiene que ver la llamada de la mañana anterior con el nivel de placer al que he llegado. Por qué lo oculto se nos instala en un lugar inconfesable. Me sirve café, tostadas y zumo recién hechos en la terraza. Apenas hablamos. Mirarnos, eso sí. Más de reojo que de frente. No nos conocemos apenas. Me pregunto qué debe de estar pensando ella. Siento que debo irme cuanto antes.
«Ya nos llamaremos», le digo desde el ascensor. Pero no le he pedido el teléfono ni le he dado el mío. «Claro», dice ella. Y cierra la puerta del apartamento antes de que acabe de taparme a mí la del ascensor.
Salgo de casa de la rubia intentando recordar cómo se llama. Es un nombre con ese. Silvia no. Sara. Sandra. No, no. Sonia. Tampoco, joder. Cómo se llama. Susan. Sí, eso es. Susan. Me tranquilizo. Ok, sé cómo se llama. Y qué. Ni que fuera un concurso y hubiese premio.
Me doy cuenta de que me entretengo con el tema del nombre para no pensar en el teléfono de las bragas —he decidido bautizarlo así—. Joder, cómo puedo estar pensando en esa guarrada en vez de centrarme en la noche que acabo de pasar con Susan —ahora me repito su nombre feliz de haberlo recordado; cuántas veces no ha sido así—, que es lo mejor que me ha pasado en los últimos meses, no cabe duda, y resulta que en lugar de flipar con ella sigo colgada de una mierda de llamada que además casi seguro que fue un error. Que me den. En serio, Andrea, no vas bien, me digo. Has perdido el norte. No se lo cuentes a nadie.
Voy caminando. No vivo lejos de la rubia. Saco el móvil del bolsillo. Miro las llamadas recibidas. No lo hagas, me digo. No tienes que hacerlo. Andrea, no pienses con los ovarios. Te mueres de ganas. Quieres conocer a esa tía descarada. Quieres follártela. Boca arriba, boca abajo. Bajarle las bragas, que te las baje. Bajaros las bragas las dos a la vez. Solo un poco, lo suficiente. ¿En serio?
¿Llamaría a Susan si tuviera su teléfono? Oficialmente no lo tengo. No sería difícil hacerme con su número. Pero averiguarlo sería mostrar demasiado interés. Ella tal vez piense lo mismo. ¿Cine? No me apetece. ¿Amigas? No tengo ganas. ¿Y qué quiero?
Llego a casa. Cojo el móvil. Le doy a la tecla verde. Llamando. El corazón se me acelera. El teléfono al que llama está desconectado o fuera de cobertura. Mierda. Mierda. Mierda. Acción fallida. No estás pensando, Andrea. Estás atontada. Verá la llamada perdida. Confirmación de tu interés. ¿Por qué quieres meterte en un lío?
Voy a la cocina, ni siquiera enciendo la luz. Imagino que acaba de llamarme. Imagino que me ha dicho: «Me gusta que me hayas obedecido. Ahora no te las bajes. Tócate». Me desabrocho el cinturón. Botón, cremallera. Me cuesta meter la mano por los vaqueros, tan ceñidos. Me ayudo por fuera con la otra mano. Actúo con las dos. Adelante y atrás, cada vez con más intensidad. No puedo estar más mojada. El orgasmo me deja con las piernas temblando. Apoyada en el mármol, frío. Mantengo la mano caliente por debajo de las bragas.
Lunes. Me voy a la tele. Me doy cuenta de que miro a todo el mundo como indagando. Como si me propusiera y fuera posible averiguar quién es. Cuando digo que miro a todo el mundo me refiero a las mujeres. Para mí, en ese sentido, ni existe ni ha existido ni va a existir nada más. Me fascinan, me pueden, me encantan, me seducen, me enloquecen. Y ahora que sospecho que hay una que me desea en secreto, que no en silencio, me derrito por averiguar quién es.
Cruzo miradas, sonrío más que de costumbre. Busco cercanías. Ser presentadora de televisión es un obstáculo. Hay demasiadas posibilidades y casi ninguna pista. En maquillaje creo notar que la maquilladora me toca con mayor intención que otras veces. Intento darle permiso con comentarios de doble sentido, pero no avanza. La de vestuario me ayuda con la ropa de un modo que a mí me parece distinto, cómplice; le pido que se pruebe una de mis blusas, se la abotono, la miro en el espejo, se incomoda; tiene novio, y lo sé, pero nunca se sabe con las que de pronto quieren probar. La productora me abraza feliz por el éxito de una gestión reciente que nos va a permitir entrevistar a Jennifer Aniston, de quien llevo años enamorada. Le pregunto si le va a dar un ataque de celos. Se ríe y no aprovecha el comentario. Una de las cámaras me guiña dos o tres veces el ojo mientras esperamos en plató. Le miro el culo de un modo más explícito que nunca. De nada sirve. No hay respuestas.
Exagero. Sobredimensiono. No tiene por qué ser alguien del trabajo. Tengo un montón de seguidoras. Cualquiera de ellas podría haber decidido dar un paso. ¿Y si es una broma de mis amigas? Las mato, te lo juro que las mato bien muertas. Cucarachas.
Resumamos la semana. Teatros, entrevistas, cines, programas, reuniones, velocidad, estrés, agenda apretujada y el móvil a todo gas y sin llamadas del teléfono de las bragas. Yo tampoco insisto. No olvido ni espero. Pero llega el sábado otra vez.
Susan me ha mandado un e-mail —qué raro que en vez del teléfono haya pedido a mis amigas el correo electrónico— para citarme en un japonés. Acepto. La cena es de lo más estimulante. Usa los palillos para atrapar las piezas de sushi pero también para separarme el escote de la piel y recorrer el borde de mi sostén hasta colocar uno de los palillos justo en medio, entre mis pechos, de modo que noto la humedad que conserva después de que ella se lo haya llevado a la boca para limpiarlo con la lengua. Me sonríe. Me digo que es la rubia de carácter menos rubio que he conocido en mi vida. Hemos entrado descalzas al tatami, así que coge uno de los cubitos en que se está enfriando el blanco que hemos pedido y, después de recorrerse con él la boca, lo lleva hasta los dedos de uno de mis pies, el que le queda más cerca. Me da escalofríos y placer. Me acaricia con el hielo, lo retira un instante y vuelve a pasearse con él por mi tobillo mientras se le derrite entre las manos. Yo me dejo hacer. La devolución llegará cuando alcancemos la cama.
Salimos a la calle incendiadas. Nos sobra la ropa. Caminamos deprisa. De vez en cuando nos empujamos hasta cualquier pared para besarnos.
En su casa, en el ascensor, le arrebato con la boca el sostén de puntilla, esta vez de color verde inglés. Le aparto con la lengua el tanga a juego. Abro la boca en sus pechos. Tropiezo con sus pezones, los busco, los pierdo, los huelo, los muerdo. La acaricio con las manos y después con el cuerpo. Entramos en la casa. Nos desnudamos una a la otra camino del dormitorio. No llegamos, nos detenemos en la alfombra blanca y mullida de la sala. Allí la aplasto, damos vueltas, me aplasta, damos vueltas, nos encajamos, nos cabalgamos, nos miramos, cerramos los ojos, sudamos, gemimos. Se convierte en una noche larga, tan larga que se hace de día sin que termine. De pronto la luz que entra desde la terraza nos sorprende. Por la noche no bajamos las persianas, así que ahora es tan de día fuera como dentro. Estoy rendida. La rubia no. Me coloca boca abajo, con la cabeza mirando hacia la terraza. Entonces me fijo en lo que se ve justo al nivel de mis ojos. Lo reconozco enseguida. Es el cactus de su foto de WhatsApp. Abro las piernas. Me tiene. Antes de seguir le pregunto: «O sea, que eres tú. Y eres morena, ¿verdad?». Se mete dentro de mí mientras contesta, inmóvil, un instante: «Creí que nunca ibas a darte cuenta».
Estudio presentado en ESC Congress 2018

Tómate unas vacaciones largas, podrían prolongar tu vida


Investigadores finlandeses han seguido durante 40 años la evolución de más de mil ejecutivos con al menos un factor de riesgo de enfermedad cardiovascular. Los resultados revelan que para reducir la mortalidad no solo es importante llevar una vida saludable y tomar los medicamentos adecuados, también reducir el estrés, y unas vacaciones de más de tres semanas ayudan a conseguirlo.
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<p>La reducción del estrés y unas vacaciones de más de tres semanas (algo inalcanzable para muchas personas) pueden ayudar a reducir el riesgo de enfermedad cardiovascular, según los resultados del estudio. / Pixabay</p>
La reducción del estrés y unas vacaciones de más de tres semanas (algo inalcanzable para muchas personas) pueden ayudar a reducir el riesgo de enfermedad cardiovascular, según los resultados del estudio. / Pixabay
Tomarse vacaciones podría prolongar la vida. Esa es una de las conclusiones de un estudio realizado a lo largo de cuatro décadas y presentado este martes en el congreso que la Sociedad Europea de Cardiología (ESC Congress 2018) celebra entre el 25 y 29 de agosto en Múnich (Alemania).
"No piense que llevar un estilo de vida saludable va a compensar tener un trabajo demasiado duro y sin vacaciones", señala Timo Strandberg, profesor de la Universidad de Helsinki (Finlandia) y coautor del trabajo, aceptado para su publicación en The Journal of Nutrition, Health & Aging. "Las vacaciones pueden ser una buena forma de aliviar el estrés", añade el experto.

De forma aleatoria los voluntarios se dividieron en dos grupos: uno de control (610 hombres) y otro de intervención (612 individuos) con el que se trabajó durante cinco años. El grupo de intervención recibió asesoramiento verbal y por escrito cada cuatro meses para que sus integrantes realizaran actividad física aeróbica, comieran siguiendo una dieta saludable, lograran un peso adecuado y dejaran de fumar.
El estudio se basa en los datos de 1.222 ejecutivos varones de mediana edad, nacidos entre 1919 y 1934 y reclutados para el denominado Helsinki Businessmen Study en 1974 y 1975. Los participantes tenían al menos un factor de riesgo de enfermedad cardiovascular (tabaquismo, presión arterial alta, colesterol alto, triglicéridos elevados, intolerancia a la glucosa o sobrepeso).
Cuando estos consejos para mejorar su salud no fueron efectivos, este grupo también recibió los medicamentos que se recomendaban en aquel momento para disminuir la presión sanguínea (betabloqueantes y diuréticos) y los lípidos (clofibrato y probucol). Por su parte, los ejecutivos del grupo de control recibieron la atención médica habitual y los investigadores no los vieron.
Un resultado inesperado
Como recogieron los estudios de aquella época, al final del experimento el riesgo de enfermedad cardiovascular se redujo en un 46% en el grupo de intervención en comparación con el de control. Sin embargo, en el seguimiento de 15 años que se hizo después, durante 1989, se descubrió que había habido más muertes en el grupo de intervención que en el de control. ¿Qué había pasado?
El análisis presentado ahora ha extendido aquel seguimiento de la mortalidad a 40 años (hasta 2014), utilizando registros nacionales de defunciones y examinando datos inéditos sobre las cantidades de trabajo, sueño y vacaciones que tuvieron los participantes. Los investigadores volvieron a encontrar que la tasa de mortalidad fue significativamente más alta en el grupo de intervención que en el de control hasta 2004. Después, hasta 2014, las tasas de mortalidad de ambos grupos fueron las mismas.
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Evolución de la mortalidad en los grupos de intervención y control a lo largo de los años. / European Society of Cardiology
Según los datos, las vacaciones más cortas se asociaron con un exceso de muertes en el grupo de intervención, donde además se observó que los hombres que como mucho se fueron tres semanas de vacaciones tuvieron un 37% más de probabilidades de morir de 1974 a 2004 que aquellos que pudieron disfrutar de un periodo vacacional más largo. El tiempo de vacaciones, sin embargo, no tuvo impacto en el riesgo de muerte dentro del grupo de control.

El profesor reconoce que el manejo del estrés no formaba parte de la medicina preventiva en la década de los 70, pero ahora se recomienda para las personas con riesgo de enfermedad cardiovascular. Además, actualmente hay más medicamentos disponibles para reducir los lípidos (estatinas) y la presión arterial (inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina, bloqueantes de los receptores de angiotensina, bloqueantes de los canales de calcio).
Strandberg aporta una explicación: "En nuestro estudio, los hombres con vacaciones más cortas trabajaban más y dormían menos que los que tenían vacaciones más largas. Este estilo de vida estresante podría haber invalidado cualquier beneficio de la intervención. Incluso pensamos que la intervención en sí misma también puede haber tenido un efecto psicológico adverso en estos hombres, al aportar estrés a sus vidas".
"Nuestros resultados no indican que la educación sanitaria sea perjudicial”, subraya Strandberg. “Más bien, apuntan que la reducción del estrés es una parte esencial en los programas destinados a reducir el riesgo de enfermedad cardiovascular; sin olvidar que los consejos sobre el estilo de vida se deben combinar sabiamente con el tratamiento farmacológico moderno para prevenir los eventos cardiovasculares en individuos de alto riesgo”.