domingo, 10 de mayo de 2015

Un planeta de gordos pobres

El tiempo en el que las consecuencias alimentarias de la pobreza se limitaban al hambre parece haber quedado atrás. De acuerdo con un ambicioso informe publicado hace algunas semanas por el think-tank británico Overseas Development Institute (ODI), seis de cada 10 personas obesas o con sobrepeso del planeta viven en países en desarrollo. En algunos casos, como el de India, el incremento acelerado de la obesidad en las rentas medias y bajas se ha producido en paralelo con un estancamiento de las cifras de malnutrición infantil. Dos maneras contrapuestas pero igualmente eficaces de minar la salud de los pobres.

La tendencia es alarmante. Entre 1980 y 2008 el número total de personas con sobrepeso u obesidad ha crecido en 890 millones (de 571 a 1 mil 461). Pero este problema ha recaído con mucha más fuerza sobre los hombros de los países pobres (donde se ha multiplicado por tres) que sobre los de ingreso alto (donde ha aumentado un 70 por ciento). La dieta media en China, por ejemplo, no sólo ha crecido de los 852 a los 2 mil 109 gramos por persona al día, sino que su composición ha variado notablemente: el consumo de productos animales se ha multiplicado por 11, el de azúcar por tres y el de vegetales por cuatro. El patrón se repite en grandes países en desarrollo como India, Tailandia, Egipto o Perú.
El primer problema es de salud pública. La evolución cuantitativa y cualitativa de estas dietas está directamente relacionada con la proliferación de las llamadas “enfermedades no transmisibles” como la diabetes, las patologías cardiovasculares o el cáncer. The Economist recordaba hace unos días que en 2012 el 57 por ciento de los diagnósticos oncológicos se produjo en el mundo en desarrollo, donde hoy se producen dos de cada tres fallecimientos derivados de las patologías cancerígenas (más víctimas de las que provocan el sida, la malaria y la tuberculosis juntos). Cuando todavía no se ha cerrado la herida, abierta por las consecuencias de las reglas de propiedad intelectual en el acceso a medicamentos contra el VIH-sida, la posibilidad de extender este conflicto a las enfermedades no transmisibles es la pesadilla de muchos. El derecho a la salud de los nuevos pobres exige tratamientos que, de acuerdo con el modelo actual de innovación y acceso a medicamentos, resultan simplemente inalcanzables.
La otra perspectiva que aborda el informe es la de los efectos de este proceso sobre la evolución de la demanda agraria y los precios de los alimentos. Al fin y al cabo se ha establecido entre académicos y políticos la idea de que las crisis alcistas de precios de 2008 y 2011 se debieron tanto al incremento lento de la demanda en las grandes economías emergentes como a la presión ejercida por las políticas energéticas (producción de biocombustibles) y la alteración de la producción media como consecuencia del clima y los desastres naturales. Pues bien, de acuerdo con la investigación encargada por el ODI a los expertos de International Food Policy Research Institute (un centro de referencia mundial en este ámbito), el aumento de la demanda de productos ricos en grasa incrementará el precio mundial de la carne, pero no necesariamente el del grano o el de otros alimentos básicos. La razón está en que –incluso considerando la evolución de la población– prevén una transformación en la dieta de los países de ingreso alto que reduzca los niveles de consumo de carne por debajo incluso de los actuales. Una revolución similar a la que se ha logrado en el campo del tabaquismo.
Las implicaciones de cada una de las cuestiones planteadas arriba son extraordinarias. El incremento del sobrepeso y la obesidad entre las poblaciones más pobres del planeta nos obligará a enfrentarnos a complejos dilemas políticos que afectan a la salud pública, la estructura de los mercados agrarios y la capacidad de las instituciones para influir ambos. Y lo haremos al mismo tiempo que luchamos contra una inseguridad alimentaria que en este momento determina la vida de cerca de 850 millones de personas. Como recuerda el informe de ODI, tenemos razones más que suficientes para reconsiderar los patrones de consumo y producción en este sistema alimentario roto.

¿Ven mejor los hombres o las mujeres?


Existen claras diferencias. Te explicamos cuáles y los motivos

«¿Dónde has dicho que está?», preguntan a menudo muchos hombres mientras buscan en la nevera el tarro de mermelada que le ha pedido su mujer. Al margen de que tarden en verlo, o no lo encuentren, por una cuestión de interés o percepción, cabe preguntarse: ¿Ven mejor las mujeres que los hombres?
La realidad es que los hombres ven mejor que las mujeres y las mujeres ven mejor que los hombres. Así, al menos, lo aseguran expertos de Multiópticas. Esto significa que cada género aprecia mejor diferentes aspectos de la realidad. Por ejemplo, ellas aprecian más los colores y tienen un mayor ángulo de visión, mientras que ellos son capaces de centrar mejor la vista en un punto concreto, lo cual resulta beneficioso para determinadas labores que requieran de concentración y orientación.

¿Cuál es el motivo?

Los hombres ven mejor que las mujeres a larga distancia y en aquellas situaciones que requieren concentrar la vista en un punto fijo. El origen de esta visión se encuentra en la antigüedad, cuando salían a cazar. Este modo de vida, que se mantuvo miles de años, hizo que la evolución de los sistemas sensoriales masculinos evolucionara en esta dirección.
Es por ello que, aunque son menos detallistas y tienen menor ángulo de visión que ellas, son mejores en aquellas actividades que tienen relación con la utilización de las manos, la orientación y la concentración, acostumbrados a mirar en un punto concreto durante horas para alcanzar su presa.
Los ojos masculinos suelen ser mayores y su apreciación se configura de acuerdo a una visión-túnel: a larga distancia y focalizada, con mayor sensibilidad a ciertos detalles y a imágenes que cambian a gran velocidad.
Las mujeres ven mejor que los hombres cuando se requiere visión periférica. En la antigüedad, eran ellas las que se quedaban guardando el hogar y a los niños, lo que les obligaba a estar vigilantes con el fin de proteger a la prole.
Esto ha provocado que los sistemas sensoriales y de visión femeninos hayan evolucionado de diferente manera, y posibilita que puedan estar alerta ante lo que ocurre en su entorno.
En este proceso, ellas han perfeccionado su visión de acuerdo a estas características y han adquirido además mayor número de células cónicas que los hombres, lo que les permite diferenciar entre las diferentes tonalidades cromáticas mucho mejor que ellos, y lograr así un sistema de visión más refinado y detallista que el suyo.