La entrega del premio Planeta a un thriller sobre
el Santo Grial ha reafirmado el tirón de narraciones indisociables del
auge de las teorías conspirativas. Con su causalidad exagerada, su
desconfianza de las apariencias y su certeza de que todo tiene un
sentido oculto, estas fantasías imitan a las ciencias sociales para
convencernos de que tras la realidad engañosa existe un orden manipulado
por élites tenebrosas cuyos tejemanejes urge desenmascarar.
Muchos
sucumben al atractivo de las respuestas rápidas a cuestiones que no
dominan y compran explicaciones de procesos intrincados basados en
chanchullos de la CIA, la banca o un gobierno mundial invisible. /
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Que el premio Planeta de este año le haya tocado a un
thriller conspirativo
de Javier Sierra confirma la buena acogida de la que gozan estas
narrativas ante el público hispano. Con el galardón el novelista se suma
a la familia de escritores integrada por Matilde Asensi, Julia Navarro y
el inefable J. L. Benítez, los émulos patrios del género popularizado
por Richard Condon y Dan Brown
.
Si solo se tratase de una
temática ficticia, el interés del asunto no trascendería los confines
de la literatura; pero es obvio que esos relatos se benefician del
enorme tirón que tiene el pensamiento conspiranoico en nuestra cultura;
tan influyente que, por ejemplo, ha llevado al
rapero B.o. B. a promover el lanzamiento de un satélite para confirmar que la Tierra es plana.
Las teorías de la conspiración están de moda, ¿cuáles son las razones de su popularidad?
Los masones, los primeros chivos expiatorios
En
rigor, no puede hablarse de teorías del complot hasta inicios del siglo
XIX. Recién toman forma tras la Revolución Francesa, cuando los
reaccionarios responsabilizan a las insidias de masones, illuminati y
carbonarios las insurrecciones democráticas que sacuden el Antiguo
Régimen.
No cabe duda de que las sociedades secretas promovían el
avance de las ideas ilustradas y la abolición del absolutismo, pero sus
enemigos les suponían un poder exagerado y una unidad de propósitos
infundada. La ruptura entre las logias británicas y americanas a raíz de
la independencia de EE UU demuestra que la masonería distaba de ser una
organización monolítica.
No tardaron otros rumores en darles la
réplica, atribuyendo todos los males a tejemanejes del clero: los
jesuitas fueron los primeros en portar ese sambenito; le siguieron las
conjuras papistas que animaron la política anglosajona; y, en el siglo
XX, las maquinaciones imputadas al Opus Dei.
A mediados del siglo XX, deja de situarse a los conjurados en los
márgenes de la sociedad para descubrirlos en el corazón del Estado
A la policía de la Rusia zarista le cabe el dudoso mérito de haber
infundido dimensión global a tales creencias al fabricar el primer plan
oculto de dominación del mundo:
Los Protocolos de los sabios de Sión. El
documento apócrifo ideado para desviar hacia los judíos el malestar
contra la autocracia moscovita tuvo enorme repercusión y se convirtió en
la ‘biblia’ de los antisemitas.
Las teorías poseen una prodigiosa
capacidad de mutación: a mediados del siglo pasado, sus autores dejan
de situar a los conjurados en los márgenes de la sociedad para
descubrirlos con horror en el corazón del Estado. El macartismo centra
la sospecha en la administración infiltrada por los rojos; tras el
asesinato de John Kennedy, este se desplaza a los militares, los espías,
el Gobierno...
No hay conspiración sin medios de comunicación
Un
punto de inflexión en ese tortuoso recorrido lo marca la implicación de
los medios masivos de comunicación. Me explico: en el pasado, esos
extremos circulaban de boca en boca o a través de opúsculos e impresos
propagandísticos; a partir de la década de los 60, el sistema mediático,
al hacerse eco, amplifica su alcance a una escala inédita y en cierto
modo los legitima.
Más importante: aparte de propagar tales
fantasías –el caso de Iker Jiménez– o incluso fabricarlas –las versiones
contraoficiales de los atentados del 11M urdidas por ciertas cabeceras
madrileñas–, los medios han pasado a figurar entre los conspiradores
denunciados por aquellas. Lo ilustra el bulo del
falso alunizaje,
que acusa a la industria del cine de haber falsificado las misiones
Apolo en comandita con la NASA y la prensa, que le dio credibilidad al
montaje.
La responsabilidad de los medios no acaba allí; pese al
afán de los periodistas honestos por desmontar semejantes dislates, las
primicias del periodismo de investigación inculcan la idea de que la
realidad aparente es un fachada engañosa y que la verdad se esconde
entre bastidores; una verdad secuestrada por unos pocos que los
periodistas pugnan por sacar a la luz pública. Sin pretenderlo, sus
revelaciones fomentan una
visión próxima a la conspiranoica.
Filosofía de la sospecha
Para
algunos expertos, esas teorías son el mapa cognitivo del pobre:
versiones simplificadas y maniqueas de la realidad al gusto de
individuos cuya escasa formación les impide captar los matices,
ambigüedades e imprevistos de los fenómenos históricos. En contra, otros
defienden con algo de razón que, pese a sus exageraciones, expresan
críticas legítimas al poder; aunque suelen olvidar que por cada
conspiranoico progresista hay otro adscrito a la ultraderecha más
delirante.
En entornos saturados de datos, proporcionan atajos mentales que nos ayudan a tomar decisiones sin esfuerzo
Otros estudiosos encuentran lógica la proliferación de esa mentalidad
en la sociedad de la información. En entornos saturados de datos cuya
comprensión supera nuestras posibilidades de análisis, proporcionan
atajos mentales que nos ayudan a tomar decisiones sin esfuerzo. Hasta
los especialistas que dedican muchas horas y energía intelectual a los
asuntos de su campo sucumben al atractivo de las respuestas rápidas a
cuestiones que no dominan y compran explicaciones de procesos
intrincados basados en chanchullos de la CIA, la banca o un gobierno
mundial invisible.
Lo que está fuera de discusión es su utilidad
para revelar temores sociales latentes. Ellas nos informan del recelo a
las élites, del descrédito de la democracia liberal, de la desconfianza
en las instituciones garantes de la verdad, incluidas el periodismo y la
ciencia, sospechadas de confabularse con los poderosos. Hablan, además,
de la desazón del individuo ante una globalización de abrumadora
complejidad,
imposible de cartografiar mentalmente.
En una reacción defensiva a esa ansiedad corrosiva, la
sobreinterpretación del pensamiento conspiranoico –cualquier cosa es un
signo del complot–, al destapar los engranajes ocultos que presuntamente
rigen nuestros destinos, ponen orden en un mundo caótico; un orden
tenebroso pero al menos comprensible.
La irracional racionalidad de los conspiranoicos
Si
las pseudociencias siguen a las ciencias naturales como la sombra al
cuerpo –la astrología a la astronomía; la ufología a la astronáutica; la
homeopatía a la medicina; la parapsicología a la psicología–, los
conspiranoicos hacen lo propio con la sociología, la ciencia política y
la historia. Los hallazgos de estas disciplinas sobre la influencia de
los intereses económicos, la complicidad de la prensa con las clases
dirigentes, el efecto engañoso de las ideologías o la persistente
opacidad del Estado democrático son fagocitados y distorsionados por el
pensamiento conspirativo.
A diferencia del esoterismo, dichas
percepciones insisten en su racionalidad; de ahí su obsesión con las
pruebas: siempre están aportando evidencias y reclamando documentos
supuestamente retenidos. Pero cuando los archivos se abren y no les dan
la razón, claman que han sido destruidos o manipulados y desbarran al
dar a la falta de evidencia el valor de la evidencia.
A diferencia del esoterismo, dichas percepciones insisten en su racionalidad; de ahí su obsesión con las pruebas
Desde luego, hay conspiraciones reales. Como dijo Kissinger, hasta
los paranoicos tienen derecho a tener razón. Mientras escribo estas
líneas, cien complots se ponen en marcha. Son de sobras conocidas las
‘cloacas de la democracia’, en donde agentes del Estado actúan al margen
de la ley. Pero de ahí a afirmar que la historia se mueve por intrigas
orquestadas en la oscuridad por camarillas estratégicamente ubicadas,
conlleva el absurdo de considerar zombis al resto de las fuerzas
sociales así como de negar el rol del azar, el desbaratador de numerosas
conjuras.
Con todo, que el concepto crítico de teoría
conspiranoica se haya asentado en el discurso público prueba la
existencia de un saludable escepticismo; pero al parecer no basta: por
cada fantasía refutada, otra ocupa su puesto. El síndrome del complot
domina el imaginario político.
Así es nuestra peculiar situación:
no podemos dejar de rebatir esos clichés ni tampoco prescindir de ellos.
Umberto Eco la retrató con gran destreza en
El péndulo de Foucault, parodia
en la que disecciona su mecanismo persuasivo al tiempo que rinde
tributo al encanto de relatos que, como aprenden los protagonistas a su
pesar, pueden tornarse realidad si alguien se los toma en serio.
La entrega del premio Planeta a un thriller sobre
el Santo Grial ha reafirmado el tirón de narraciones indisociables del
auge de las teorías conspirativas. Con su causalidad exagerada, su
desconfianza de las apariencias y su certeza de que todo tiene un
sentido oculto, estas fantasías imitan a las ciencias sociales para
convencernos de que tras la realidad engañosa existe un orden manipulado
por élites tenebrosas cuyos tejemanejes urge desenmascarar.
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