miércoles, 14 de diciembre de 2016

yo le hablo a mis plantas y no estoy chiflado

¿La neurología de las plantas?

 
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Si alguien nos pidiera examinar una foto de la sabana africana -con jirafas, antílopes y cebras por todas partes- y apuntar en un papel lo que hemos visto en ella, lo más probable es que en nuestra descripción no haya rastro alguno de plantas pese a que la imagen estaría llena de árboles, arbustos y hierbas. Este sesgo hacia los animales es tan común que existe un término para él: ceguera vegetal. Estudiada en los años 90 por los botánicos James Wandersee y Elizabeth Schussler, consiste en una “incapacidad para ver o notar las plantas que viven en nuestro entorno, lo que implica que no reconocemos su importancia en la biosfera y en nuestras vidas”.
Es un fenómeno paradigmático, ya que “si mañana desaparecieran las plantas del planeta, en un mes toda la vida se extinguiría”, defiende Stefano Mancuso, profesor de la Universidad de Florencia.
Sin ellas, el ecosistema colapsaría, “no tendríamos alimento, ni oxígeno, ni siquiera combustibles” Por ello resulta alarmante que un quinto de las especies vegetales se encuentren en vías de extinción. Con más de una década de investigación a sus espaldas, Mancuso es uno de los pocos científicos dedicados a un campo de investigación sorprendente y envuelto en polémica: la neurología vegetal. El estudio de la inteligencia de las plantas es, para muchos, una especie de pseudociencia. No obstante, quienes se dedican a ello afirman que traerá una nueva revolución agrícola, técnicas novedosas de gestión medioambiental y una visión distinta de nuestro lugar en el mundo.
Y esta cuestión no es flor de un día: el mismísimo Charles Darwin se interesó por investigar las plantas, y su hijo, Francis Darwin, fue uno de los primeros expertos en fisiología vegetal. Este, en un discurso proferido en 1908 en el Congreso de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, llegó a afirmar que son seres inteligentes, para escándalo de la mayoría de los botánicos.
Hoy, el vocabulario que se usa en esta rama de la investigación sigue rodeado de polémica. Poco después de su formación, en 2006, la Sociedad de Neurobiología Vegetal se vio forzada a cambiar su nombre por el de Sociedad de Señalización y Conducta Vegetal. Y el simple uso de la palabra inteligencia al hablar de plantar da pie a duras críticas.
Mancuso, quien se niega a cambiar el nombre del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal (LINV), que lidera en la citada universidad italiana, tampoco se arredra a la hora de plantearse la pregunta de si las plantas son inteligentes. ¿Su respuesta? “Todo depende de cómo definamos la inteligencia. Yo la veo como la capacidad de resolver problemas. Y se sabe que las plantas son capaces de hacerlo. Si no, no sobrevivirían. Así que sí, sin duda son inteligentes”, argumenta. En su último libro, Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal (2015), ofrece un sinfín de ejemplos que buscan dar a los lectores la posibilidad de juzgar a las plantas por sí mismos
“Los hallazgos de los últimos cincuenta años han arrojado luz sobre sus increíbles capacidades” defiende. Sin embargo, se han visto eclipsados por la controversia, puramente terminológica, que nada tiene que ver con los resultados experimentales. Para él, “las plantas son tan distintas de los animales que es casi como estar en contacto con una cultura alienígena”.
Una opinión que tal vez habría compartido Charles Darwin. Convencido de que el mundo vegetal era extraordinario, buscó entender cómo interaccionan las plantas con el medio y qué influencia tienen en su crecimiento estímulos externos. Con la colaboración de su hijo, publicó sus resultados en un libro: El poder del movimiento de las plantas (1880). Pero en su época se veía a los vegetales prácticamente como objetos inanimados, y ridiculizaron sus esfuerzos.
En la actualidad, conocemos secretos vegetales inimaginables entonces. Aunque ¡cuidado!, también hay mucha desinformación. En contra de la creencia popular, “no sirve de nada hablarle a las plantas”, afirma Mancuso. “Sólo perciben vibraciones”, y reaccionan a diferentes frecuencias.
De acuerdo con un artículo publicado en 2012 en la revista Trends in plant Science, las raíces se decantan por las frecuencias más bajas, entre 100 y 400 hercios, y crecen en dirección a las fuentes de sonido. “En torno a 300 hercios, es parecida a la produce el agua fluyendo”, especula Mancuso, que participó en este estudio. Y añade: “Las raíces crecen en dirección a tuberías por donde circula agua, incluso cuando su superficie exterior está seca. Puede que sean capaces de escucharla, y que la asocien con esta frecuencia”.
La parte aérea del vegetal no se interesa por el habla, ni por la música, pero, gracias a la misma capacidad auditiva, detecta si alguien se está comiendo sus hojas y, lo más curioso, sabe defenderse. “Las vibraciones producidas por una oruga al alimentarse inducen cambios en el metabolismo de la plana”, explica Heidi Appel, descubridora de este fenómeno. “Son una seña para que las células sinteticen sustancias químicas defensivas para repeler el ataque”. El grupo de investigación liderado por esta experta en la Universidad de Misuri (EEUU) grabó los sonidos producidos por una oruga mientras roía las hojas de una arabidopsis. Lo curiosos es que la reproducción de esos sonidos cerca de un ejemplar libre del ataque también inducía la producción de aceite de mostaza, el compuesto defensivo usado por esta crucífera.
Por ahora, se ignora si existen más señales de este tipo, pero una investigación de 2012 desveló que las plantas son capaces de producir sonidos. Mientras crecen, las raíces emiten clics, “resultado de la rotura de las paredes celulares -hechas de celulosa y, por lo tanto, bastante rígidas- durante el crecimiento de las células”, explica Mancuso. Su función, si es que existe, se desconoce. Sin embargo, el hecho de que se hayan identificado vibraciones capaces de influir en el comportamiento vegetal abre la puerta a la posibilidad del clicking, nombre con el que se ha bautizado este fenómeno, pueda ser algo más de lo que aparenta.
La estrategia defensiva de la arabidopsis la emplean también otras especies. el mundo vegetal está lleno de químicos experimentados, capaces de sintetizar compuestos tan eficaces que algunos son utilizados en la medicina. Aún así, encierran secretos que solo ahora empezamos a desvelar.
En el caso de las flores, la emisión de fragancias está relacionada con la reproducción. Y estudios recién indican, por ejemplo, que los compuestos volátiles producidos por las hojas son llamadas de auxilio, como es el caso del inconfundible aroma del césped recién cortado.
En la Universidad de California en Davis, (EEUU), el ecólogo Richard Karban estudia estas comunicaciones en el pequeño arbusto Artemisa tridentata. Al realizar podas controladas, que emulan la acción de los insectos, demostró que las plantas podadas a principios de primavera generan una mayor cantidad de sustancias volátiles, que las protegen frente a las plagas. Curiosamente, como ocurría con las arabidopsis, una planta cercana que no haya sido podada también adquiere esa protección. ¿Estarán hablando entre ellas? No exactamente. “Como la señalización entre distintas ramas de un mismo arbusto es limitada, el uso de compuestos volátiles garantiza que, en el caso de un ataque, todas las hojas de una misma planta activen sus defensas”, argumenta el científico. “Siempre atentas a lo que hacen sus vecinas -continúa-, las demás detectan la presencia de estos químicos en el aire y, para no caer víctimas del mismo agresor, ponen en marcha una estrategia de defensa preventiva, especialmente eficaz cuando existe algún tipo de relación de parentesco.
Las plantas defienden su territorio. Cuando varias semillas germinan en una misma maceta, lo normal es que cada una desarrolle un número de raíces muy elevado para garantizar que dispone de más recursos que sus competidoras. Sin embargo, según un estudio publicado en 2007, en la revista Nature, si las semillas son hijas de una misma planta, reconocen el parentesco y desarrollan una mayor parte aérea, en detrimento de las raíces. En sintonía con estos datos, Karban observó que cuanto más estrecha era la relación genética entre las plantas, mayor era la probabilidad de que respondieran a una señal cercana.
“La composición de estos producto químicos parece ser heredada, como ocurre con los tipos sanguíneos humanos” explica. Al fin y al cabo, mejorar las probabilidades de sobrevivencia de los familiares es una estrategia eficaz para garantizar que los genes compartidos llegan hasta la siguiente generación.
Pero el diálogo bioquimico se lleva a cabo también en otros contextos. En la Universidad de Ben-Gurion de Israel un grupo de biólogos especializados en estudiar cómo se adaptan las plantas al desierto ha descubierto que el guisante común, Pisum sativum, detecta si una planta vecina padece síntomas de sequía y reacciona cerrando los estomas, unos pequeños poros presentes en la superficie de las hojas, que son la principal vía de pérdida de humedad. La única condición es que ambos vegetales compartan suelo, ya que la señal de sequía es un compuesto liberado por las raíces.
Además, según explica el artículo, publicado en la revista PLOS ONE, “los resultados sugieren la existencia de una comunicación en cadena”. Los guisantes no solo responden al infortunio de sus vecinos, sino que pasan también a emitir señales de estrés, detectados por individuos cada vez más alejados de la fuente primaria.

Pedir ayuda

Durante siglos, hemos ignorado la existencia de estos intercambios de información. Sin embargo, los animales han sido perspicaces. para muchos insectos, como avispas, chinches e incluso pequeños gusanos, el aroma que libera una planta en apuros equivale a un grito de “¡La comida está servida!”, conveniente y difícil de ignorar.
En 2010, investigadores del Departamento de Ecología Molecular del Instituto Max Planck elucidaron las complejidades de una de estas relaciones. Según cuentan en la revista Science, cuando las orugas de la especie Manduca sextaatacan a la Nicotiana attenuata, esta prima salvaje del tabaco se defiende liberando compuestos que atraen al Geocoris, un chinche de apetito voraz y entre cuyo bocados favoritos están las orugas.
Estamos ante un lenguaje complejo y bastante sutil, porque, aunque la planta sintetiza la molécula volátil pertinente, el compuesto que atrae al Geocoris solo se genera cuando esa molécula entra en contacto con la saliva de las orugas y sufre una alteración química que la transforma en un poderoso imán de chinches. Así, la oruga se condena a sí misma, y la presencia del depredador le da a la plana el tiempo que necesita para fabricar a toda prisa su arsenal químico de defensa.

El aborto selectivo

Teniendo en cuenta el gasto energético que supone la síntesis de estos compuestos, Mancuso defiende que comportamientos como estos forman “una auténtica expresión de inteligencia, que denotan un cálculo de riesgos y una previsión de beneficios”. Una opinión polémica, muy en la línea de casi todo lo que defiende el científico italiano. La toma de decisiones es una capacidad cognitiva tan compleja que pocos se atreven a afirmar que exista en el mundo vegetal. Sin embargo, cada vez más estudios sugieren que las plantas son capaces de decidir en función de las circunstancias y adoptar estrategias que permitan, por ejemplo, maximizar la probabilidad de tener descendencia.
El mejor ejemplo de ello es el caso del arbusto Berberis vulgaris, descubierto por científicos de la Universidad de Gotinga, en Alemania. El agracejo, nombre común de esta especie, padece con cierta frecuencia el ataque de una diminuta mosca que incuba sus huevos en el interior de los frutos. Las larvas se alimentan de las semillas, pero, como cada fruto suele contener un par de semillas, cuando esto ocurre, la planta aborta a la infectada y mata al parásito. Sin embargo, el aborto selectivo solo ocurre cuando el fruto atacado dispone de  una segunda semilla en condiciones de germinar.
Si solo hay una, “la planta parece especular que existe la posibilidad de que la larva muera de forma natural. Una ligera posibilidad de reproducción es mejor que nada”, señala el biólogo Hans-Hermann Thulke, que estudió esta relación. Según los datos recogidos, únicamente el 5% de los frutos de una sola semilla son abortados si sufren una infección parasitaria, mientras que, cuando hay dos por fruto, un 75% de las infectadas se descartan. Este proceso de toma de decisiones es uno de los más complejos registrados hasta la fecha en el mundo vegetal.
“Las plantas ven sin ojos, escuchan sin oídos, y prueban y huelen su entorno”, explicó Mancuso en una charla en Madrid en 2015. No tienen estructuras comparables a nuestros órganos especializados, aunque tampoco los necesitan. Para el italiano, los órganos están sobrevalorados, cerebro incluido.

CUANDO LA PICHA SIEMPRE ESTABA DURA Y SIN VIAGRA

Por qué perdió el hombre el «hueso» del pene

Nuestros parientes evolutivos más cercanos, los chimpancés y los bonobos, sí lo tienen. Sus costumbres sexuales pueden ser el motivo

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La mayoría de los machos mamíferos tienen un hueso en el pene llamado báculo, descrito como «el más diverso de todos los huesos», ya que varía mucho en longitud, anchura y forma entre las especies. Nuestros parientes vivos más cercanos, los chimpancés y los bonobos, con quienes compartimos un altísimo porcentaje del genoma, también han recibido esa lotería evolutiva, lo que les permite la penetración en ausencia de erección. Sin embargo, los varones humanos carecen de esa característica. En eso son como los conejos o las hienas. No hay debate ni duda posible, en nuestra especie, el hueso del pene es solo una fantasía sexual.

Pero si algunos primates disponen de ese hueso, ¿qué le ha ocurrido al ser humano para sufrir semejante pérdida? ¿Sale ganando con la ausencia? ¿Supone una ventaja? Un equipo de investigadores del University College de Londres ha rastreado la historia evolutiva del báculo a través del tiempo y resulta que se desarrolló por primera vez hace entre 145 millones y 95 millones de años, según publican en la revista Proceedings of the Royal Society B. Eso significa que estaba presente en el ancestro común más reciente de todos los primates y carnívoros.


Para los autores del estudio, que algunos descendientes, como los humanos, perdieran su báculo puede deberse a las diferencias en las prácticas de apareamiento, explica la web de la revista «Science». En los primates, la presencia del hueso del pene está fuertemente relacionada con una mayor duración de la penetración, del tiempo que el pene pasa dentro de la vagina durante el coito. Estas penetraciones más prolongadas a menudo se producen en las especies con prácticas de apareamiento polígamas, donde varios machos se aparean con múltiples hembras, como ocurre en los bonobos y los chimpancés, pero no en los seres humanos.

Una hembra ocupada
Estas prácticas con tantos protagonistas involucrados crean una intensa competencia para la fertilización, y una manera que tienen los machos de reducir el acceso a una hembra a compañeros adicionales es, esencialmente, tenerla ocupada. Es decir, pasar más tiempo manteniendo relaciones sexuales con ella ellos mismos y asegurarse la transmisión del propio material genético. ¿Y qué papel juega aquí el hueso del pene? Pues facilitar el apoyo del miembro durante el acto sexual y mantener abierta la uretra, lo que permite el paso del semen.

Los chimpancés y los bonobos tienen un báculo muy pequeño (entre 6 y 8 mm) y penetraciones de corta duración (alrededor de 7 segundos para los chimpancés y 15 segundos para los bonobos). Sin embargo, se caracterizan por ser polígamos, por lo que los varones experimentan altos niveles de competencia después de la copulación. Los investigadores sugieren que esto puede ser la razón por la que estas especies han retenido el báculo, aunque sea pequeño.

«Después de que el linaje humano se separara de los chimpancés y los bonobos y nuestro sistema de apareamiento se desplazara hacia la monogamia, probablemente después de hace 2 millones de años, las presiones evolutivas para retener el báculo probable desaparecieron. Esto pudo haber sido el último clavo en el ataúd del báculo ya disminuido, que se perdió en los seres humanos ancestrales», señala el antropólogo Kit Opie, coautor del estudio.

Una investigación publicada en la revista «Nature» por científicos norteamericanos hace unos años apuntaba que la pérdida de ciertos fragmentos de ADN durante la evolución puede ser la razón de que los hombres tengan un hueso sin pene, unas ausencias que, curiosamente, también parecen habernos dejado sin los bigotes sensoriales que tienen algunos animales. Los resultados pueden haber pavimentado el camino hacia la pareja monógama y la formación de una estructura social compleja, necesaria para criar a los completamente indefensos bebés humanos.