Somos un buen equipo, él me da placer, goce, satisfacción, humedad y yo a cambio le proporciono cuidados. Me gusta atenderle, acicalarle, que sienta que siempre está en perfecto estado de revista para cualquier evento que pueda surgir.

Rasurarle es un momento glorioso, le embadurno con jabón, muy lentamente, sin prisas, deslizando mis dedos sobre su vello, acariciándole cada rincón, cada escondite, cada sinuosidad, rozando sus labios, estimulando sus sentidos con mis manos resbaladizas. Notar que se mezclan las humedades causa que mi respiración se acelere, que mi sangre corretee por mi cuerpo y mi boca resople. Sin darme cuenta mi mano le masajea más rápidamente mientras corre el agua de la ducha por mis muslos con mi mano apoyada en la pared. Comienzo a jadear y mis pezones están tan duros que el roce casi duele, pero aún así los aprieto con mis dedos hasta salir un quejido de mi garganta. Estoy tan cachonda que me faltan manos para recorrer todas las partes de mi cuerpo que me producen placer, los labios mojados por mi saliva, mi cuello, el interior de mis muslos… Y es entonces cuando comienzo a vaciarme, lentamente, saboreando cada espasmo de la vagina, cada latigazo en el clítoris, estoy en la cima del orgasmo.

Son unos segundos en los que pierdo la consciencia de todo, necesito recuperar el aire para a continuación y de forma pausada retirarle el poco vello que ha crecido en él. Sé que me lo agradece, le gusta tener esa sensación de limpieza como lamido infinitamente y estar visible sin que nada empañe ni un ápice toda su plenitud. Y yo que para esto soy muy complaciente sigo sus deseos sin rechistar.

Comienza el día de la mejor forma posible… con una sonrisa dibujada en mi cara y mis feromonas relajadas durante unas horas.