viernes, 12 de abril de 2013

UNA PICARA QUE SE APROVECHA DEL CANCER PARA CHORICEAR

Los negocios dudosos de la directora del CNIO

La directora del CNIO, María Blasco, en el centro. La directora del CNIO, María Blasco. .
 
Una entrevista frívola en una publicación de moda destapa los límites borrosos de las relaciones entre la directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, María Blasco, y los negocios de la empresa privada que creó para vender su principal hallazgo científico. Un informe de Economía ya expresó sus dudas sobre la compatibilidad del sueldo público de Blasco y lo que cobra de Life Length. 
 
 
 Que nada te puede sorprender en Spain es algo  común.
Una mediocre investigadora,miembro del PP con una falsa investigacion que promete curar el cáncer,llegó a dirigir el Centro Nacional de Investigacion de Oncología--CNIO--
Pero,pero,pero,tiene una empresa para monopolizar todo lo que se hace sobre el cáncer  en el país,la apoya el monstruo Mariano Barbacid y la anterior ministra  de
 Zapatero,la  "pijita socialista conocida como Garmendia.
Nada más miserable que constituir un grupo mafioso que abarca a todos los partidos politicos españoles para enriquecerse con el cáncer.
Mal rayo los parta HdP...y les deseo  a cada uno de ellos un terrible cáncer  en los huesos donde los analgésicos no actúen,se asfixien,tengan vomitos incoercibles y diarreas espantosas.  

COSA DE LOCOS!!!!


 
¿Estamos todos locos?

Sociedad / La "Biblia" de los psiquiatras experimenta su mayor actualización en 30 años. Y la guerra con los psicoanalistas quizás entre en un punto sin retorno.

Por Matías Loewy

Juan M., un docente de La Plata de 44 años, casado y con dos hijos, es un acaparador serial. No puede dejar de amontonar en la casa de su madre (una viuda de 87 que vive a pocas cuadras) recortes de madera, electrodomésticos en desuso, restos metálicos, cubiertas o piezas mecánicas de vehículos que va juntando de la calle. Los trastos, aunque podrían tener algún uso potencial, terminan en la práctica juntando polvo e invadiendo habitaciones. Pero le cuesta muchísimo desprenderse de ellos. La casa de su mamá, dice con culpa, "se fue vaciando de gente y llenando de objetos". Pero la pulsión recolectora es más fuerte.

Aunque Juan M. tiene recuerdos de esa costumbre desde la infancia, "desde hace un par de años se ha convertido en un problema que se magnificó y al que no pude encontrarle solución". ¿Qué hacer entonces? Una alternativa clásica podría ser la siguiente: embarcarse en un largo tratamiento psicoanalítico, a menudo durante años, para develar la raíz íntima y biográfica de esa manifestación. Pero, como advierte Gabriel Rolón en el prólogo del bestseller Historias de diván, quien opte por ese método deberá saber que va a entrar en un mundo que lo llenará de confusión y perplejidad. "Cada analizante (paciente) trae con él un jeroglífico, algo que se oculta y que desde su escondite se resiste a salir a la luz", grafica.

Otra opción, en cambio, le resulta en principio más seductora. Desdeña las búsquedas de significados y promete soluciones más expeditivas. Para hacer el diagnóstico, el psiquiatra o psicólogo tildará los síntomas del paciente como si se tratara de ir tachando los útiles de la lista del colegio a medida que se los consigue. Y luego, implementará un tratamiento específico, si es posible breve, con psicofármacos o algún tipo de terapia cognitiva, para corregir la desviación o intentar "reformatear" la mente.

Son dos enfoques, dos paradigmas, cuyos defensores han ido radicalizando posiciones en las últimas décadas. Y que podría entrar en un punto sin retorno a partir de mayo próximo, cuando se publique la quinta edición del DSM: la influyente guía de clasificación estadística y diagnóstico de enfermedades mentales que se considera una "biblia" de los psiquiatras. El lanzamiento ya está produciendo una tormenta en el universo psi. El DSM, elaborado por la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos (APA) pero adoptado extensamente en nuestro país, va a experimentar su mayor renovación en tres décadas. Y mientras algunos especialistas valoran el intento de refinar la detección de distintos trastornos que no encajaban en las guías previas, otros denuncian que el DSM-V avanza en el proceso de "patologización" de conductas normales, promueve el diagnóstico "fast-food" por parte de no expertos y alienta el uso desmesurado de psicofármacos, incluso desde la infancia.

"El efecto va a ser nefasto", pronostica Néstor Yellati, psiquiatra y psicoanalista de la Escuela de Orientación Lacaniana, en Buenos Aires. El DSM-V, dice, va a seguir favoreciendo "epidemias de diagnósticos". "No necesitamos más enfermedades, sino profesionales a la altura de su época que sepan escuchar y abordar las problemáticas de sus pacientes", agrega.

El DSM, sobre todo a partir de su tercera edición, ha buscado objetivar las características de las dolencias psiquiátricas y unificar criterios entre los profesionales. Aunque la guía fue diseñada originalmente sólo con fines investigativos epidemiológicos, su impacto en la Argentina y muchos otros países del mundo es marcado: las coberturas médicas la utilizan como referencia para definir qué aflicciones van a cubrir, por cuánto tiempo y bajo qué enfoque de tratamiento.

Sin embargo, los críticos –muchos, aunque no todos, psicoanalistas– denuncian que la propuesta tiende a "mecanizar", burocratizar y expandir los diagnósticos, de manera arbitraria y sin valorar las características subjetivas de cada paciente. Mientras el DSM-II, de 1968, listaba 180 trastornos; el DSM-III, de 1980, hizo subir la cifra a 265. Y el DSM-IV, de 1994, a 297.

Ahora, el DSM-V no sólo añade nuevas patologías definidas como entidades separadas (tales como el "trastorno de acumulación compulsiva" que padece Juan M. o los atracones nocturnos), sino que también va a bajar en algunos casos los "umbrales diagnósticos", lo cual permitirá incluir a más personas de la población general como enfermas.

"Si antes se podía diagnosticar [con alguna enfermedad psiquiátrica] a un 20 por ciento de la población, tal vez ahora la cantidad llegue al 40 ó 50 por ciento", denuncia Elías Klubok, presidente honorario del Capítulo "Nomenclatura, clasificación y diagnóstico" de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA).

Para este tipo de grillas de clasificación y diagnóstico, "los sufrimientos existenciales y hasta el mismísimo desborde vital se entienden como un síntoma vergonzoso que hay que eliminar", fustiga por su parte Miguel Benasayag, filósofo y psicoanalista argentino radicado en París, en la última edición del periódico psi Actualidad Psicológica.

Las controversias no son nuevas en la historia del DSM. La más notoria se desató con el arcaico DSM-II, que etiquetó la homosexualidad como trastorno mental hasta que las protestas públicas condujeron a su eliminación, en 1973. Sin embargo, el circo alrededor del DSM-5 tuvo un pico de conflicto cuando, en diciembre pasado, el principal editor de la versión precedente lanzó críticas furibundas.

Allen Frances, profesor emérito de la Universidad Duke y presidente de la fuerza de trabajo que elaboró el DSM-IV, se mostró desolado cuando la junta directiva de la APA aprobó la versión final del DSM-V. "Es el momento más triste de mis 45 años en la psiquiatría", escribió en Psychology Today. Según Frances, el manual presenta sesgos o distorsiones profundas y contiene muchos cambios claramente inseguros y sin base científica.

Frances es quizás el más prominente de una larga lista de profesionales y activistas psi que han firmado peticiones para rechazar el documento y sospechan una alianza de los autores del DSM-V con las corporaciones farmacéuticas para expandir el número de diagnósticos que obliguen a tomar alguna pastilla.

En la Argentina, donde el psicoanálisis tiene fuerte predicamento, esa desconfianza alcanza el paroxismo. Para Yellati, el DSM "es producto de una época en la que el capitalismo de mercado se ensaña en producir consumidores de medicamentos y la investigación científica se muestra dócil a los intereses de la industria". Alicia Bertaccini, investigadora de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario, considera el DSM como "un instrumento óptimo para producir ganancias al menor costo de las diversas piezas de una red medicalizada, que desecha del acto médico todo lo que pueda tener de humanizante". Andrés Rascovsky, presidente hasta hace pocas semanas de la Asociación Psicoanalítica Argentina, sentencia: "Todo es parte de una estrategia para que el gran imperio farmacológico siga vendiendo sus productos".

eN "EFECTOS colaterales", el nuevo thriller de Steven Soderbergh, nada parece librar al personaje de Rooney Mara del "venenoso banco de niebla" de la depresión, como ella lo llama, mientras toma sin resultados diversos antidepresivos y lucha con ideas suicidas. Sin opciones, su agobiado psiquiatra (Jude Law) prueba con ella un medicamento nuevo: el ficticio Ablixa, que promete en los avisos "devolver el mañana". Y el Ablixa realmente parece funcionar para Mara, pero (celebran los psicoanalistas) por un precio muy alto.

La película llega en un momento en el que la psiquiatría y los laboratorios necesitan confrontar sus propios demonios. En la reunión anual de la Asociación Psiquiátrica de EE. UU. del año pasado, el psiquiatra David Healy dijo que su profesión se estaba suicidando al ignorar su relación incestuosa con la industria farmacéutica. En la Argentina, el psiquiatra Federico Pavlovsky (ex jefe de residentes del Hospital Álvarez e hijo del dramaturgo Eduardo "Tato" Pavlovsky) ha revelado que en los dos congresos de psiquiatría más importantes de la Argentina, más del 90 por ciento de los inscriptos son becados por los laboratorios. A su vez, sus visitadores médicos, "cuando entran en confianza", escribió en la revista Topía, llegan a ofrecer una suma de dinero como "retorno" por la cantidad de recetas en las que se prescriba una droga específica. Otros, como Harrison Pope, profesor de Psiquiatría en Harvard, apunta que la crisis resulta fundamentalmente de la multitud de médicos, no sólo psiquiatras, que recetan con indiferencia medicamentos aunque no estén funcionando.

El mercado de los psicofármacos crece con vigorosa despreocupación por esos reparos. En la Argentina, según el INDEC, es el segmento de medicamentos de mayor facturación, por encima de los destinados al aparato digestivo y el metabolismo, los fármacos cardiovasculares y los antitumorales. Hace dos décadas, el vademecum DPF listaba en el país 31 productos en la categoría "antidepresivos". Hoy la cifra supera el centenar. Había una sola marca de clonazepam, Rivotril, y ahora hay 16 distintas. "Tengo la impresión de que si le sacaran el Rivotril a Buenos Aires, la ciudad se desmoronaría", bromeó días atrás Gabriel Schultz en "TVR". Para 2020, se va a consumir más antidepresivos que remedios para la presión arterial, señala la psiquiatra Norma Derito, subdirectora del Hospital Moyano.

Pero el evidente exceso en el uso de ciertos psicofármacos, así como la inevitable posibilidad de efectos secundarios, no ocultan el hecho de que, en los pacientes adecuados, producen beneficios demostrables. "Los medicamentos se han vuelto fenomenales", destaca la psiquiatra forense Sasha Bardey, coproductora de la película "Efectos colaterales". "Ayudan a las personas que, como el personaje de Rooney, sufren innecesariamente de manera terrible". Sólo que no funcionan para todos. Y deben ser indicados por especialistas. "Yo no me atrevería a tratar a un cardiópata", dice Derito. "En cambio, los cardiólogos y clínicos recetan de rutina medicación psiquiátrica".

Las pastillas, sin embargo, no son las únicas armas que esgrimen los defensores de un modelo "científico" del tratamiento de la enfermedad mental. El auge de las psicoterapias breves, y, en particular, las de tipo cognitivo-conductual que procuran "reeducar" ideas para corregir conductas, asoma como una amenaza incluso más insidiosa para el psicoanálisis: contra ellas no se puede agitar el fantasma del lucro de las corporaciones farmacéuticas. En una década, los ensayos clínicos con ese tipo de enfoque publicados en la literatura internacional (para tratar desde fobias y depresión hasta dolor de oídos o colon irritable) crecieron 150 por ciento. ¿Solamente "aplastan" el síntoma? Quizás. Pero a un número creciente de pacientes (y a los sistemas de salud que financian esas terapias) no parece importarles demasiado.

No es que el psicoanálisis vaya camino de ser una "pieza de museo", aclara el psicoterapeuta cognitivo uruguayo Alberto Chertok, autor de El neurótico que llevamos dentro (Vergara, 2013). "Pero en toda disciplina científica es normal el desarrollo de nuevos paradigmas, los cuales a su vez serán enriquecidos y eventualmente reemplazados por otros enfoques", dice.

Las fragorosas polémicas en el mundo psi tienen su raíz en la naturaleza elusiva de la enfermedad mental. Aunque parte de la rutina cotidiana de los médicos consiste en decidir qué es (y no es) normal, otras especialidades disponen de equipos y pruebas objetivas —electros, radiografías, análisis de sangre, biopsias— para recoger evidencias tangibles, trazar la línea y controlar la evolución de los tratamientos que indican.

Sin embargo, como explica Marcelo Cetkovich, jefe de Psiquiatría de INECO y del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, el gran problema de la psiquiatría es que "aún no tenemos modelos neurobiológicos que se correspondan en forma exacta y precisa con los cuadros clínicos". No hay alteraciones medibles de neurotransmisores, proteínas o genes que expliquen, por ejemplo, la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar. No existe una tomografía que confirme que Juan M. es un acaparador compulsivo o un "coleccionista" algo fanatizado.

Los psiquiatras, entonces, sólo tienen a mano su inteligencia, el interrogatorio clínico y un puñado de pastillas: nada de aparatos ni muestras al microscopio. Lo cual, por otra parte, propició la multiplicación de enfoques terapéuticos eclécticos que a menudo han desestimado la pertinencia de medir y documentar su eficacia. Y que muchas veces, más allá del sustrato teórico, funcionan con la única condición de que el paciente crea en su terapeuta y el terapeuta, en su orientación [el fenómeno se ha bautizado "efecto dodo", por un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas en el cual el dodo dictamina el resultado de una carrera: "Todo el mundo ha ganado y todos deben tener premio"].

El DSM, en ese contexto, pretendió confirmar el carácter científico de la psiquiatría, demostrando que tiene una base de evidencias codificada y rigurosa para clasificar de manera objetiva las afecciones mentales y orientar la forma de tratarlas. Por otro lado, procuró establecer un "lenguaje común" que facilitara la comunicación entre clínicos e investigadores de distintas disciplinas y líneas teóricas, lo que ha sido "beneficioso", afirma Marina Drake, ex presidente de la Sociedad de Neuropsicología de la Argentina, docente en las universidades Favaloro y Maimónides, y coordinadora del centro Neuropsic.

La estrategia resultó exitosa y ha permeado desde entonces gran parte de la práctica psi en el mundo (además de granjear a la APA más de US$ 100 millones solamente con la IV edición). Sin embargo, no logró disipar del todo las sospechas de que las enfermedades, definidas como una constelación de síntomas que producen un efecto durante cierto tiempo, no dejan de ser construcciones arbitrarias y con contornos maleables ["No se trata de enfermedades reales como el sarampión o la hepatitis, sino de constructos útiles que reflejan la manera en que la gente comúnmente sufre", escribió el psicoterapeuta Gary Greenberg en The New York Times].

La nueva clasificación que va a proponer el DSM-V, para sus detractores, potencia esos rasgos evanescentes. Uno de los cambios más significativos es que, en lugar de basar el diagnóstico sólo en categorías, introduce un criterio "dimensional": ya no se tratará solamente de marcar una cruz cuando el paciente tiene un síntoma, sino también, en muchos casos, de valorar su severidad y variación en el tiempo. Un veredicto de depresión mayor, por ejemplo, va a incluir un sistema de puntaje para cada uno de los síntomas, como insomnio o ideas suicidas. Lo mismo para el déficit atencional (ADD), la esquizofrenia y otros cuadros.

Este cambio de paradigma habilita la delineación de "espectros". Así, cada persona puede caer en un rango que va desde el comportamiento típico o normal hasta el patológico más severo, con muchos grises en el medio. El lugar en la escala que ocupe el paciente va a determinar si los síntomas ameritan (o no) su tratamiento.

La propuesta es, en principio, difícil de cuestionar: ninguno de nosotros está totalmente sano o totalmente enfermo. La gradación también ayudaría a precisar el tipo de terapia adecuada e identificar a personas en los extremos más benignos del espectro pero en riesgo de agravar su condición (alguien con alguna alucinación aislada, por ejemplo), lo cual permitiría estrategias precoces de prevención.

Sin embargo, los críticos rechazan esa perspectiva. El psicoanalista Juan Vasen, médico del Hospital Tobar García y autor de Una nueva epidemia de nombres impropios. El DSM5 invade la infancia en la clínica y las aulas (Noveduc, 2011), considera que la inminente edición del manual "va a extender el manto clasificatorio y medicalizante sobre cada vez más cuadros difusamente definidos", legitimando, por ejemplo, intervenciones farmacológicas en chicos que resulten englobados en nuevos "espectros". En la misma línea, Klubok sostiene que la nueva versión hacer una "sintonía gruesa" de los diagnósticos. "Cualquier cambio de ánimo pasajero ahora puede entrar como enfermedad", alarma.

La inclusión de espectros puede tener otras aristas negativas. El DSM-V, por ejemplo, va a meter dentro de un nuevo "espectro autista" a los pacientes con síndrome de Asperger: una condición que afecta a personas con gran capacidad para sistematizar información, pero con dificultades para establecer vínculos con los otros. Desde Abraham Lincoln y Franz Kafka hasta Albert Einstein, Bob Dylan y Bill Gates podrían tener o haber tenido Asperger. Aunque el Asperger guarda cierta relación con el autismo, algunos especialistas temen que borrarlo como diagnóstico específico y meter "todo en la misma bolsa" produzca cierta estigmatización de los chicos y, por otra parte, dificulte su detección. "Preferiríamos que siga siendo una entidad propia", indica Rodolfo Geloso, presidente de la Asociación Asperger Argentina y papá de un estudiante universitario con Asperger de 19 años.

Otro espectro que introduce la guía es el "obsesivo compulsivo", que incluye el TOC pero también otras enfermedades novedosas o que eran consideradas "harina de otro costal". Por ejemplo, el "trastorno de acumulación compulsiva", que antes se consideraba una variante del TOC; el "trastorno dismórfico corporal", que describe una preocupación excesiva por alguna anormalidad percibida en el cuerpo (desde el tamaño de los genitales hasta los poros de la piel) y que antes estaba en la misma categoría que la hipocondría; y la excoriación o "skin-picking", la necesidad imperiosa y exagerada de hurgar en la superficie de la cara. Para el psiquiatra Ricardo Pérez Rivera, director de la filial en Buenos Aires del Bio-Behavioral Institute de Nueva York y coordinador de Trastornos de Ansiedad de la Asociación de Psiquiatras de América Latina (APAL), estos cambios facilitarán la indicación de medicación más específica y la búsqueda de nuevos tratamientos.

Fernando Torrente, director de Psicoterapia de INECO y de la carrera de Psicología de la Universidad Favaloro, rescata el intento del DSM-V de evitar o limitar la superposición del diagnóstico de dos o más trastornos en el mismo paciente, así como la introducción de las dimensiones y la consideración del aporte de los últimos avances en neurociencias. De todas maneras, dice, "las dimensiones no están suficientemente integradas y parece que el cambio quedó a mitad de camino".

En cambio, la psiquiatra Derito y un colega, Federico Rebok, vicepresidente del próximo Congreso Internacional de Psiquiatría en Buenos Aires, cuestionan que la nueva guía haya eliminado las subformas de esquizofrenia, lo que podría propiciar sobrediagnósticos. Hay tiempo de subsanarlo. El DSM-V trae otra novedad: su estructura estaría abierta a revisiones puntuales en la medida en que aparezcan hallazgos sólidos, apunta Cetkovich, quien añade: "Creo que es temprano para hacer más críticas significativas. Tenemos que esperar para ver la versión final publicada y, sobre todo, estudiarla y ver su utilidad y limitaciones en la práctica clínica cotidiana". "El problema no son los libros, sino quienes y cómo los usan", resume Juan Manuel Tenconi, presidente del Capítulo de Psiquiatría de Interconsulta y Psiquiatría de Enlace de APSA.

Tal vez estemos en víspera de la batalla dialéctica final. Quienes usan el DSM, y también quienes lo rechazan, no parecen dispuestos a retroceder. La nueva versión parece reafirmarlos. Donde los discípulos de Freud critican rótulos y tratamientos que se reparten como si fueran pizzas, según la analogía de Benasayag, los psiquiatras de base biológica contraatacan. "Toda la teoría psicoanalítica se cae cuando en la práctica hay que resolver un problema específico", dispara Alberto Monchablón Espinoza, director del Moyano y vicepresidente de la Asociación Argentina de Psiquiatras (AAP). "El diagnóstico no es una etiqueta, sino una hipótesis de trabajo", agrega Cetkovich. "Es notable que se siga usando ese argumento falaz. El objetivo de la psiquiatría no es ocuparse de la mente de las personas y regular su funcionamiento, sino concurrir en auxilio de aquellos que por sus padecimientos perdieron la capacidad de proyectarse como seres humanos".