sábado, 5 de mayo de 2012

EL CANCER TIENE CURA,PERO MATA

Cáncer, el nombre del miedo

Se lo menciona en un papiro Egipcio y aún nos acompaña: testimonios, datos históricos y científicos forjan Una monumental biografía del cáncer, Esa enfermedad que se niega a morir.

POR Pablo E. Chacon

En la narrativa estadounidense de la posguerra, los enfermos de cáncer son legión, acaso como contrapartida a la relativa estabilidad de ese país que reproducía en las comedias de Hollywood, el american way of life y la explosión de los nacimientos, pocos años antes de la proliferación de freak, disidentes y objetores de conciencia que dieron a las décadas del sesenta y setenta otras coloraturas y estilos.
Piénsese si no en las novelas de John Updike o de James Salter, en la prosperidad urbana, siempre en tensión por una hibridez étnica entre descendientes WASP e inmigrantes que se resuelve sólo en algunas zonas y que se exporta, por la potencia de la industria del espectáculo, como un ideal de convivencia, un lazo social preferentemente moderado, prescindente de las excepciones bohemias de la costa este u oeste, que con el tiempo también encontraron un lugar para sus nidos. En esa especie de Arcadia, el cáncer asaltaba como un asesino serial y perforaba la sociabilidad que la guerra de Vietnam y la crisis del petróleo terminaron por desbaratar, convirtiendo a ese “modelo de tolerancia democrático” en un casino para especuladores financieros y parias sin presente, sin futuro y sin cobertura social de ningún tipo.
El tiempo siguió pasando (y las cosas empeorando) pero el cáncer, caracterizado como un mal urbano, resistió y permanece, está, siempre, omnipresente, amenaza latente, amparado bajo formatos clásicos y otros no tanto, y cifras de afección y morbilidad sorprendentes en un país que concentra la más alta tecnología de punta y la mayor cantidad de especialistas, como es el caso de Siddhartha Mukherjee, el oncólogo que con este libro sobre el emperador de todos los males ganó el año pasado el Premio Pulitzer haciéndose una pregunta que, con toda probabilidad, es la clave de bóveda de la investigación: ¿En qué punto nos encontramos en la batalla contra el cáncer, y cómo hemos llegado hasta aquí? Lo que le ha dado pie para revisar y arriesgar hipótesis y construir una suerte de biografía de una entidad que no cesa de aparecer, desaparecer y reconvertirse, invitando a conjeturar sobre esa dolencia, que podría ser, entre otras cosas, un modo o una variedad, con sintomatologías y cuadros específicos, muchas veces mortíferos, del mismísimo malestar en la cultura.

Mal de todas las épocas

Sin embargo, no convendría estudiar el cáncer como una enfermedad de época. Sucede que los avances sobre su especificidad y la aparición de afectados resultó inversamente proporcional, después de la Segunda Guerra Mundial, al descubrimiento de los antibióticos –la penincilina, el cloranfenicol, la tetraciclina, la estreptomicina, que terminaron con la tuberculosis y la poliomielitis, por ejemplo– que sumados a la mejora de las prestaciones hospitalarias (mil nuevos establecimientos entre 1945 y 1960), condujo a un salto cualitativo en la esperanza de vida de los norteamericanos, de 47 a 68 años. Y después, al resto del mundo.
Las personas no se morían de tuberculosis, infecciones, sífilis o polio, y además vivían más. La pirámide se invirtió. Pero aparecieron otras enfermedades, de la vejez o tercera edad, digamos, y el cáncer, invencible, continuó su tarea, como lo venía haciendo desde tiempos inmemoriales.
“Para las enfermedades infecciosas con carácter de epidemia”, escribe la ensayista alemana Christa Karpenstein, “se pueden distinguir historicidades de época, en las que una enfermedad establece vínculos especiales con regímenes de organización de orden social, prácticas de control, subjetivación, simbolización, conocimiento y cuidado de sí, como Michel Foucault lo ha demostrado para los casos de la lepra y la peste. La historicidad de época de una enfermedad está relacionada, no en última instancia, con su curabilidad manifiesta, es decir, con una revolución en el campo del saber que lleva a prácticas medicinalmente exitosas. En este sentido, habría que sacar al cáncer del catálogo de las enfermedades de época y evocar la sentencia del sabio romano Celsus, que en la época de transición consideraba a la incurabilidad del cáncer como la característica propia de esta enfermedad”. Los números que maneja el biógrafo del rey del terror parecen no dejar margen a la duda: en 2010, unos seiscientos mil estadounidenses y más de siete millones de personas en todo el mundo morirán de cáncer. En Estados Unidos, una de cada tres mujeres y uno de cada dos hombres desarrollarán un cáncer durante su vida. Una cuarta parte de los estadounidenses, y alrededor del 15 por ciento de todos los fallecimientos en el mundo, se atribuirán a él. En algunos países, el cáncer superará a las enfermedades cardíacas como la causa más habitual de muerte.
“Los oncogenes surgen de mutaciones en genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones se acumulan en ellos cuando los (agentes) carcinógenos dañan el ADN, pero también a causa de errores aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El primer aspecto podría prevenirse, pero el segundo es endógeno. El cáncer no es un defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado en nosotros. Sólo podremos liberarnos del cáncer, entonces, en la medida en que podamos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción”, escribe Mukherjee.
Esto es: el cáncer no es una enfermedad sino muchas, que comparten un rasgo: el crecimiento anormal de las células. “Sabemos que el cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por lo que esta no puede dejar de crecer”. Y así parasita zonas del cuerpo con células que abusando de la retórica, pueden llamarse “inmortales”, descompensando ese delicadísimo equilibrio que las convenciones sociales llaman salud. Pero a la fecha se desconoce la etiología de ese desencadenamiento, y también la causa de la formación de tumores. En este punto, la biomedicina actual plantea tratamientos caso por caso: el cáncer adopta todas las máscaras posibles, es silencioso, sibilino, puede remitir o retornar, y es mortal. Despachar la cuestión por medio de expedientes psicosomáticos es un placebo previo a un sistema de cuidados paliativos.
El doctor Mukherjee no está haciendo una declaración de principios o una predicción sino una constatación. Pero para llegar a ese punto, el camino que ha tenido que recorrer es largo, sinuoso, lleno de trampas y de ilusiones, siendo las ilusiones quizás uno de los peligros más difíciles de sortear porque las condiciones de producción de la enfermedad aparecerían, tomadas al pie de la letra, como la cifra de un destino.
Este texto, con todo, también está escrito contra esa certeza.

La enfermedad del saber

Es un lugar común de los obituarios o las necrológicas de apuro leer que alguien ha pasado a mejor vida “después de una larga y penosa enfermedad”. Esa larga y penosa enfermedad es el cáncer, y según la formidable cantidad de testimonios que ha reunido este oncólogo que consiguió escribir un libro que interesa e informa tanto al especialista como al lego, el emperador de todos los males sigue siendo, aún en la época del desciframiento del genoma, un estigma, una marca social indeleble, y un soporte de prejuicios casi indestructibles. Pero también ha permitido –incluso por esas mismas razones– trabajar a fondo, armar dispositivos sanitarios, unidades de investigación y modelos teórico-prácticos menos optimistas que eficaces, sobre todo en el campo de la prevención.
Mukherjee revisa cada legajo, cada artículo, todos los libros, conoce los textos de Hipócrates, sabe que los métodos arqueológicos contemporáneos han detectado un osteoma, un tumor maligno, en los restos de un esqueleto de un dinosaurio de 50 millones de años. Conoce los métodos egipcios para tratar la enfermedad mediante pastas medicinales, y los métodos de amputación babilonios. Y nomás empezar a escribir, reconoce que todo lo que sabe (y lo que no sabe) debe agradecérselo a sus pacientes, a los sobrevivientes y a los que se quedaron en el camino. Y también sabe que en 1858, Rudolf Virchow transpone la medicina del cáncer a los procesos bioquímicos de la célula. Y que por entonces los conocimientos de los patólogos no alcanzaban, como no alcanzan tampoco hoy, aunque se esté más cerca, sin saber muy bien más cerca de qué. Entonces decide guiarse por un caso (un cáncer de mama) y por el inexplicable altruismo del “quimioterapeuta” Sidney Farber –dedicado a la leucemia infantil– y a su socia, Mary Lasker, en la campaña que se disponen a emprender: conseguir dinero público, asistencia técnica y publicidad para dar voz al cáncer y sacarlo de las mazmorras donde los enfermos lo único que podían, además de someterse, con suerte, a sesiones de radioterapia y quimioterapia, era esperar la muerte. Avanza el biógrafo y aclara que la técnica de diagnóstico que implica la detección precoz por medio de mamografías es un avance importante, que redujo un 28 por ciento la morbilidad de las mujeres, y que se complica cuanto más pasa el tiempo, y se complica más todavía porque –extraño hereje el cáncer– no se deja medir, ni siquiera por métodos genéticos, en grandes poblaciones. Por supuesto, mejor prevenir que curar; mejor hacer campañas de marketing sobre la necesidad de controles periódicos que no hacerlas; y mejor que aterrorizar a los sujetos con causalidades jamás probadas (el fumar es perjudicial para la salud), es reivindicar el derecho a hacer uso, abuso o nada con el cuerpo de uno, siempre que no comprometa a terceros.
Estamos hablando de medicina, no de moral: reclamar la diferencia para tener derecho a la indiferencia implica detener toda imputación de éxito o de fracaso a una singularidad. El sufrimiento no es unívoco. Ese detalle al capitalismo jamás le importó. Y es justamente ese detalle el que tienen en cuenta Farber y Lasky cuando consiguen concientizar a amplios sectores de la sociedad de que el cáncer no es una maldición sino una contingencia y que se necesita todo el dinero que sea posible para estudiar y estudiar qué hacer, cómo entender las “razones” de una célula que “decide” no “morir” y matar, a la larga o a la corta, a su portador.
Así, el cáncer alcanza una extraña popularidad, casi romántica, durante los sesenta y los setenta, edad de oro del estado benefactor, cuando la juventud (y la técnica, y la publicidad) decide la muerte de la familia y en la cual, según el doctor que pasa siete años escribiendo este libro bajo un epígrafe de su admirada Susan Sontag, supone que hay tres factores determinantes para la formación de ese nuevo contexto: el aumento de la esperanza de vida; la precisión de los diagnósticos; y el estigma de incurabilidad, que no logra quebrarse ahora, ni antes con las versiones “ambientales”, la de Alexander Solzhenitsin en El pabellón de los cancerosos , por ejemplo, o la de la propia Sontag en La enfermedad y sus metáforas , o la de Fritz Zorn en Marte , una implacable denuncia de la burguesía como máquina de represión de las pulsiones que vale más como crítica sociológica que como documento médico, acaso demasiado contaminado por las libertades (condicionales) que dispensaban entonces Wilhelm Reich y Herbert Marcuse.
En otras palabras, “el cáncer se convierte en el efecto de un autodesarrollo deficiente, de una vida sexual poco satisfactoria y de una falta de conciencia del propio cuerpo, una falta de impulso depresiva, de la alienación y el bloqueo de la capacidad de expresión, del duelo insuficiente después de pérdidas”, dice Christa Karpenstein, ubicando al mal en el orden de la culpa y de la autorresponsabilidad, obligando a una higiene espiritual y física de pronóstico reservado, casi como una debilidad de la que habrá que reponerse o precisamente, responsabilizarse de las consecuencias. Ese es el orden simbólico donde está inscripto el cáncer, a la par que los biólogos empiezan sus trabajos con los especialistas en genética para relanzar otro paradigma, el actual, donde si bien las esperanzas de derrotar al emperador no se han perdido, el abordaje cambia radicalmente.
Escribe Mukherjee: “La guerra contra el cáncer estará mejor ganada si redefiniéramos el concepto de victoria”. Se ganarán batallas, se perderán, se ganará calidad de vida de algunos y se retrasará la muerte de muchos. ¿Eso justifica una investigación sobre el papel de las tabacaleras, los laboratorios, el poder político y mediático? Seguro que sí, pero poniendo a resguardo la responsabilidad del enfermo. Porque este libro fundamental para entender cuánto se sabe sobre el cáncer y si hay algo más que saber o si bien ya se ha llegado a un límite que compromete a la estructura misma del discurso de la ciencia y a la capacidad inmunológica de los humanos, es imposible evaluarlo. Tanto como continuar investigando sobre el trazado que deja ese saber que no sabe que sobre un cuerpo la muerte no deja más escritura que la que puede leer un forense.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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