lunes, 8 de octubre de 2012

SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE

Andrés Neuman: "Los hospitales han tecnificado la muerte y no sabemos afrontarla"

El escritor hispano-argentino indaga en la enfermedad, el sexo y la culpa en Hablar solos

En otra entrevista para El Cultural, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) dijo que cada libro es una oportunidad para aprender a escribir de nuevo. “A menudo me desdigo pero, sin que sirva de precedente, sigo de acuerdo con esa idea. A veces se confunde estilo con fórmula y coherencia con comodidad. Si ya sé cómo va a ser mi próximo libro, prefiero no escribirlo”. Así de claro. De modo que sí, el autor de El viajero del siglo ha aprendido a escribir de nuevo con el último, Hablar solos. Es una novela ambiciosa en cuanto al contenido -los dos grandes temas de la literatura, Eros y Tánatos- y la forma -tres voces narrativas muy diferentes y las tres modalidades del habla: mental, oral y escrita.

Su principal valedor, Roberto Bolaño, dijo de Neuman que, como los poetas verdaderos, “osa adentrarse en la oscuridad con los ojos abiertos y mantiene los ojos abiertos pase lo que pase”. Eso es lo que hace de nuevo en Hablar solos (Alfaguara), donde salen a flote las miserias del enfermo, pero sobre todo las del cuidador: el desgaste, el engaño, la culpa. Y, como de costumbre, con altas dosis ensayísticas y poéticas. Elena es el personaje que asume ese tremendo peso. Su marido, enfermo terminal, emprende un viaje en camión con su hijo de diez años, que no sabe la verdad, a modo de despedida. Mientras, ella se sumerge en una tempestuosa relación con el amante más insospechado, en la que el sexo se convierte en terapia psicológica y, al mismo tiempo, proceso autodestructivo.

Pregunta.- ¿Cómo nació esta novela?
Respuesta.- Hace casi diez años empecé un cuento que no me salía. Se trataba de un padre y un hijo que emprenden un viaje en camión. El niño va eufórico porque es el primer viaje de su vida junto a su padre, y el padre está triste porque sospecha que va a ser el último. En el viaje de ida, el niño tiene la fantasía de que puede controlar el clima. A la vuelta, empieza a sospechar que el clima hace lo que le da la gana y que la realidad no la dicta el deseo.

Por otra parte, he tenido experiencias fuertes en hospitales cuidando a seres queridos. Si el cuento no arrancaba era porque la verdadera novela estaba en quien cuidase a ese enfermo. Ahí aparece el personaje que se revela como protagonista. La novela, pues, concentra dos periferias: la de quien se queda esperando al supuesto héroe masculino que viaja, es decir, Penélope, y la de quien cuida al enfermo, la forma en que queda trastornada y deformada su vida. Es un hecho que merece tanta o más atención narrativa que el enfermo, y acaba siendo el motor de la novela.

P.- Tres narradores muy diferentes y tres modalidades del habla, cada una con su propia sintaxis y puntuación. Todo un ejercicio de estilo.
R.- En lugar de aprovechar la experiencia previa para sortear dificultades, lo que busco es crearme esas dificultades. Eso no significa que la lectura sea difícil, la dificultad no se ha de exhibir, forma parte de las bambalinas de la escritura. En la voz del niño, lo complicado es que todo parezca sencillo, no puedes usar ningún recurso, no hay subordinadas ni lenguaje poético. Con la voz de Elena sucede todo lo contrario, tuve a mi disposición todos los resortes de la prosa culta.

P.- ¿Fue difícil indagar en la psicología femenina, especialmente en temas como la maternidad y el sexo?
R.- Fue difícil pero fascinante. La ficción tiene dos polos: trasladar experiencias íntimas -como haber cuidado a mi madre- y fabricar experiencias inaccesibles de otro modo. Las tres voces de la novela eran para mí como individuos inaccesibles: ya no podré ser niño -aunque lo intento-, nunca seré mujer y cuando me esté muriendo no tendré fuerzas para escribir. Al terminar, le pasé el manuscrito a varias amigas lectoras para que me dieran su punto de vista: tenía miedo de meter la pata al hablar de las contradicciones de la maternidad -hermosa y opresiva-, al describir físicamente un orgasmo femenino o cómo es mirarse en el espejo y descubrir el paso del tiempo. Escribir te da una falsa sensación de omnipotencia y corregir te baja los humos. Para que el libro quede lo mejor posible, tienes que aceptar lo malo que eres.

P.- Hablar solos pone de relieve cómo se esconde hoy la muerte, especialmente a los niños.
R.- No hace demasiado tiempo, los niños eran muy conscientes de la muerte y del dolor. Ahora creemos que cuanto más “Walt Disney” sea su infancia, mejor los educamos. El tabú no es la muerte sino el duelo. Uno de los textos que subraya Elena es del ensayista británico Geoffrey Gorer, que establece un paralelismo entre el pudor solitario en que se vivía el deseo sexual en el siglo XIX y el pudor solitario con el que se da rienda suelta al dolor del duelo desde el XX, como si fueran dos cosas socialmente no comunicables. Lo que ambas cosas tienen en común, pensé yo, es la presencia o ausencia del cuerpo. Por otra parte, los hospitales han tecnificado tanto la muerte que nos ha dejado indefensos para afrontar la muerte porque la hemos echado de casa.

Un tema fundamental de la novela es la culpa en sus diferentes planos: familiar, sexual y una muy terrible que afronta el cuidador, que es la de haber sobrevivido. A Elena, cuanto más suben los decibelios de la muerte, más suben los de la supervivencia, del sexo y del deseo. No es que haya por un lado muerte y por otro sexo, sino que en un mismo personaje confluye todo eso al mismo tiempo, porque Tánatos y Eros le suceden en un mismo acto.

P.- Elena es una lectora compulsiva que hace una especie de antología del dolor, la pérdida y el duelo. “Leo sobre enfermos y muertos y viudos y huérfanos. La historia entera de los argumentos cabría en esa enumeración”, escribe en su diario. ¿Cómo ha seleccionado las referencias literarias que aparecen en la novela?
R.- Se puede decir que Elena y yo compartimos biblioteca. Hice memoria de los libros que había leído que trataban esos temas. La relación básica con la lectura es muy parecida al I Ching: no se sabe quién lee a quién, si el libro devuelve una imagen de sí mismo o si el lector pide al libro que le cuente lo que le interesa.

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