viernes, 25 de mayo de 2018

TODOS SOMOS BISEXUALES,TENEMOS UNO ENTRE LAS PIERNAS Y OTRO EN LA CABEZA


Todavía no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de porno
Una nueva reflexión de Daniel Mundo. Ahora: "Definiciones fraudulentas del porno" y adicciones.FacebookTwitterGoogle+WhatsATelegr
    Por Daniel Mundo
    Todavía no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de porno, aunque si sale el tema todos y todas y todxxxs tenemos una definición propia de minas en bolas, pijas paradas, anos dilatados, ingenierías de penetración, arquitecturas corporales tan precisas como vagas y fabulosas. Pobres de nosotros. Hoy daré algunas definiciones fraudulentas del porno y una auténtica, con su característica principal: la adicción. No es del todo errado machacar y machacar la idea auténtica hasta que quede grabada en el frontispicio de nuestro cerebro. Lo haré lúdicamente, no de forma demostrativa. Casi parecerá una adivinanza.
    Cuando se habla de porno por lo general se reacciona de dos maneras contradictorias: por un lado, hacemos de cuenta que nos causa gracia, que es un tema que manejamos con comodidad; por otro lado, solemos ponernos nerviosos, ya no como hace veinte años, que ni siquiera se hablaba del tema, pero tampoco como si fuera cualquier tema. Sigue siendo un tema que molesta y perturba. Al fin y al cabo, de lo que se estaría hablando es del sexo más íntimo, ése que muchas veces ni siquiera nos queremos confesar a nosotros mismos —esto, por supuesto, para el consumidor de porno.
    Para el no-consumidor de porno, el porno aburre, no gusta, es mecánico, etc. Evidentemente nunca vio porno. Juzga sin saber. No puede salir algo interesante de acá. Es como hablar de ajedrez con una persona que juega al dominó.
    Socialmente se lo tolera (de hecho, la palabra pornografía no aparecía en la Ley de Medios dictada durante el kirchnerismo), pero en secreto se lo desprecia, y hasta se le teme: se lo considera una imagen o un signo tan potente pedagógicamente que puede determinar la sexualidad de los jóvenes, y tal vez distorsionarla para siempre, volviéndolos “pajeros” inconsolables. Y a los adultos les impondría un modelo sexual que cualquier experiencia “real” terminará frustrándolos. Fantasías.
    Hay, también, potentes razones ideológicas para combatirlo, desde la denuncia del lugar en el que ubicaría a la mujer hasta el peligro de que agote el deseo (la industria de hombres para hombres, por ejemplo). Pero la gente que lo combate desde estos bastiones tan  imperturbables tampoco mira porno, o en todo caso mira tan sólo el porno que le gusta (hace trampa). Hoy tienen buena prensa estas posturas, porque nos hacen creer algo que queremos creer: una sociedad igualitaria, un derecho universal a desear y a ser deseadx, un sexo libre, consensuado y no coito centrado. Ideología.
    Aunque a esta altura de la psicología es casi natural descreer de las patologías, también estamos convencidos de que la gente normal no mira porno (esto tampoco significa que lo miren en secreto, cuidado: ¿por qué todo el mundo tendría que mirar porno?). ¿Cómo es esto? Mire o no mire porno, el individuo normalizado está atravesado por la lógica porno. Desea porno, incluso sin saberlo. O está frustrado. Desea algo que no sabe lo que es. Cree que no tiene ningunas ganas de ver unos tipos cogiendo frente a la cámara, y ahí ya resuelve todo el problema. Después desea que le pongan muchos Me Gusta en fb. En el fondo de todo, desea ser amado. Pero porno y amor no se llevan nada bien.
    Vivir en la normalidad parece fácil, pero implica grandes cuotas de represión. Cuando se sale de la lógica de la normalidad, la normalidad o la realidad no te lo perdonan. Es muy difícil regresar a la normalidad. La adicción es una buena puerta para escapar de la realidad, aunque hoy tenga pésima publicidad (en la próxima nota desarrollaré esta idea). Y hay una convicción clara y distinta de que el porno generaría adicción. Como dijo el escritor Gore Vidal, el problema con el porno no es que lo veamos sino que al final no queramos ver otra cosa. ¡Adicción sí!
    Todos sabemos que las páginas porno son las más vistas en la Web, lo machaca una y otra vez el periodismo. Y lo que muestran estas páginas, lo que define al porno es, sí o sí, el sexo explícito —aunque sólo tengamos una muy confusa idea de a qué remiten los términos “sexo” y “sexo explícito”. Científicamente es muy difícil comprobar si las páginas porno son las más visitadas. Y podríamos pasarnos días y días preguntándonos qué tiene de sexo explícito una foto de ombligos, pero hay gente a la que los ombligos lo pueden.
    Por último, ahora también se relaciona al porno con las experiencias virtuales. Por un lado, porque se consume por el aparato celular. Por otro, porque los vínculos virtuales acosan a los vínculos reales (lo que no es del todo cierto: todavía hoy los flirteos virtuales o las apps de citas quieren terminar en un encuentro carnal; en todo caso resta pensar por qué sucede esto). Es cada vez más fácil, además, filmarse mientras se esta cogiendo, lo que casi de inmediato se relaciona con el porno. Sexo porno es un sexo mediado por algún tipo de interfaz.
    ¿Para qué todas estas aclaraciones? Para que advirtamos la cantidad de prejuicios que nos impiden investigar o reflexionar y hasta mirar porno. Buena parte de lo que pensamos sobre el porno, en verdad nunca lo pensamos, eslóganes progresistas que repetimos según los interlocutores que tengamos enfrente —y cuanto más institucionalizados estos interlocutores, peor.
    Si ahora me preguntaran por qué, no sabría bien qué responder (prometo pensarlo en estos días), pero igual me gusta la pregunta: ¿podría el porno acabar por fin con esta sociedad que día a día profundiza su sentimentalismo, diversifica sus gustos (siempre que lo que nos guste esté ofertado en algún mercado) y se exige gozar y gozar y gozar? No lo va a poder hacer. ¿Por qué debería hacerlo? Porque el sentimentalismo, la multiplicación de gustos y el imperativo de gozar, ser feliz y coger mucho nos están conduciendo a una lógica de vinculación en la que, aunque nuestro sentimiento sea auténtico (nazca en el corazón), nuestros gustos versátiles y nuestro goce es-pec-ta-cu-lar, vivimos en la defraudación. Tal vez sea hora de tomar la defraudación de manera positiva, no recalcando lo que frustra (que en último término tiene la consistencia de una ilusión), sino lo que produce. Produce un estado de ánimo con el que consumimos todas las cosas, las imágenes y los signos que se nos exponen.
    Les voy a decir el único dato que en la bibliografía especializada está consensuado en la definición de porno, el que hay que tener presente cuando se juzga algo como porno o al porno en sí mismo. El porno no es sexo explícito. El porno no es algo, una cosa, una imagen o un signo, sino la RELACIÓN que se entabla entre un espectador-usuario con una cosa, una imagen o un signo. Si me animara a usar estos términos, diría que el porno está en el entre (guiño filosófico). El porno ES la relación. Una imagen o un signo que a un usuario lo vuelve loco, a otro lo deja totalmente indiferente. Una imagen o un signo que un día nos vuelve locos, al otro día nos resulta insignificante —salvo que tengamos una patología y sólo nos gusten un tipo de imágenes o de signos en particular. En este sentido, podemos seguir en la tradición iconoclasta destruyendo imágenes o prohibiendo signos, el porno se alimenta de ello. Es hora de invertir la lógica.

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