miércoles, 5 de noviembre de 2014

Como conejillos de la farmacopea occidental

Epidemias. Antes del ébola, la población africana ya había sido sometida a crueles experimentos con vacunas irregulares y, en ocasiones, mortíferas.

Nadie guarda un secreto como un muerto. Un número desconocido de tumbas africanas conserva el misterio de la Lomidina, la vacuna supuestamente milagrosa que a mediados del siglo pasado debía inmunizar a millones de personas contra un virus que hacía estragos en Africa ecuatorial, el de la enfermedad del sueño que contagia la mosca tsé-tsé.
El continente africano ya había pasado varias epidemias de esta enfermedad, una de ellas muy grave entre 1896 y 1906 que afectó sobre todo a la zona controlada por Bélgica en las actuales Uganda y la República Democrática del Congo.
Una cadena de errores científicos y la mentalidad colonialista de la época en las cancillerías europeas generaron una catástrofe que duró décadas, nunca se reconoció y que fue enterrada hace años en oscuros archivos médicos a los que apenas acceden historiadores especialistas.
Justo cuando el ébola provoca miles de muertos en regiones de Africa occidental, uno de esos investigadores de la historia médica, Guillaume Lachenal, saca de las sombras este tenebroso episodio colonial en una obra que se lee como un thriller de acción aunque lleve un título francamente mejorable: El medicamento que debía salvar a Africa, escándalo farmacéutico en las colonias .
Las poblaciones actuales de las regiones más afectadas por el virus del ébola han mostrado una cierta desconfianza hacia los médicos occidentales. Lo que muchos observadores han explicado como antiguos atavismos culturales, reacciones irracionales fruto de la ignorancia y la superstición, puede tener parte de racionalidad a la vista de la historia.
Guillaume Lachenal explicó a Ñ que la historia médica nos enseña el peligro de una medicina de “soluciones milagrosas”. Según este historiador médico, “la historia de la Lomidina puede ser leída como un cuento moral sobre la aproximación reduccionista de la medicina a la moda de la bala mágica.
La epidemia de ébola devela muy dolorosamente que las condiciones políticas y sociales, la ausencia de sistemas de salud, son fundamentales, y que la lucha contra la epidemia debe pasar necesariamente por la acción política”.
Este investigador estima que “la desconfianza de las poblaciones hacia los equipos médicos debe tomarse en serio porque no es una manifestación de ignorancia sino el producto de una larga historia de interacciones con la medicina. Hay una parte de racionalidad en la respuesta de estos pueblos, que guardan en la memoria episodios del pasado como el de la Lomidina”.
El “hombre blanco”, durante mucho tiempo, llevó medicinas que provocaron daños irreparables y en algunos casos impuso su administración por la fuerza, generando que parte de la población huyera y expandiera aún más esas enfermedades. El libro explica cómo los médicos se obstinaron en utilizar un medicamento que se probó peligroso con la excusa de liberar a Africa de la enfermedad, usando la medicina como una herramienta más de la estrategia colonial. Cómo se puso la ciencia y un mal entendido humanismo a las órdenes de un objetivo superior, el control colonial. El autor, a partir de archivos, bibliotecas y entrevistas, reconstruye el camino de una medicina que fue en muy poco tiempo de un laboratorio londinense a una farmacéutica francesa que la produjo masivamente para ser administrada en Africa.
El milagro de la Lomidina arrancó en Londres, 1937, cuando el químico Arthur Ewins sintetizó el compuesto MB800, una molécula a la que bautizó como Pentamidina. Nueve años después consiguió la autorización del gobierno belga –y poco después del francés– para comercializarla con el nombre de Lomidina. Fue la primera piedra hacia la tragedia. La Lomidina, a pesar de sus efectos secundarios, se sigue utilizando como tratamiento para la tripanosomiasis o enfermedad del sueño, pero nunca se volvió a utilizar de forma preventiva, como vacuna inyectada a personas que no estaban enfermas.
Cuando Bélgica y Francia autorizaron su venta, Europa estaba en plena reconstrucción tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial e intentaba explotar al máximo sus colonias en Africa. Pero la enfermedad del sueño hacía estragos entre las poblaciones de las regiones de Africa ecuatorial que eran fuente de materias primas y mano de obra para países como Bélgica –con su enorme colonia del Congo, 75 veces mayor que la metrópoli–o Francia y Portugal.
A los africanos se los explotaba sin control, pero aquella enfermedad les impedía trabajar y reducía los suministros. El producto estrella era el caucho, que se recolectaba en bosques y junglas, tierras ideales para la expansión de una enfermedad que diezmaba a los trabajadores.
Poblaciones enteras empezaron a caer, pero las autoridades coloniales nunca reconocieron que parte de la epidemia se debía a las condiciones climáticas y a la insalubridad de los lugares de explotación minera y recolectora.
La Lomidina debía ser la solución milagrosa, la panacea que se convirtió en pócima asesina. Las potencias europeas se movilizaron y organizaron una “Conferencia africana sobre la tsé-tsé y la tripanosomiasis”, celebrada en el Congo del 3 al 8 de febrero de 1948, apenas tres años después de la Segunda Guerra Mundial, con médicos especialistas belgas, británicos, franceses y portugueses.
La biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad de Bruselas guarda un ejemplar de 443 páginas, un documento oficial sobre aquella semana en la que se aprobó el que los científicos consideran el primer programa masivo e internacional de medicina en Africa. Y acabó en un vergonzoso secreto para esconder el desastre.
Tras la conferencia, las potencias occidentales comenzaron de inmediato a inyectar Lomidina a miles de trabajadores de sus plantaciones. Las consecuencias fueron dramáticas: la vacuna apenas evitaba el contagio pero tenía unos efectos secundarios devastadores: provocaba “una infección bacteriana que evolucionaba hacia la gangrena”, por lo que se necesitaban amputaciones. También provocaba ceguera y en muchos casos la muerte. Nunca se conocerá el número total de fallecidos. Lachenal apunta a 10 millones de vacunas suministradas y a que, “aunque la mortandad hubiera sido muy baja, el número de víctimas sería sin duda importante”. Su obra, explica, no trata de contar los fallecidos, sino recordar que lo fueron de forma “completamente absurda”. Las autoridades, a pesar de las advertencias, no pararon y la vacuna, aunque a menos extensión, se siguió inyectando hasta que a mediados de los años 60 la mayoría de las colonias africanas obtuvieron su independencia. Lachenal cuenta cómo entre ciertas tribus de la región se cantaba incluso una canción que hacía referencia a los dolores que provocaba la vacuna.
Los intereses cruzados entre especialistas médicos y productores de la vacuna hicieron que no se escucharan las advertencias, que ya en 1954 llegaban a informes oficiales sobre los efectos secundarios de la vacuna.
Los poderes coloniales no frenaron y consideraban que su poca efectividad se debía a que no se había vacunado a un número suficiente de personas. ¿Por qué, a pesar de las alertas, se siguió utilizando? La respuesta de Lachenal es dramática: “la irracionalidad y la ignorancia de la que se acusaba a los africanos creaba de hecho un espejo a la estupidez entusiasta y amnésica de los médicos”.

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